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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 55. Parte I)

Detalle del purgatorio de ‘La divina comedia’, de Dante. Obra del artista austríaco Franz von Bayros (1866-1924).

Detalle del purgatorio de ‘La divina comedia’, de Dante. Obra del artista austríaco Franz von Bayros (1866-1924).

El pasante se sentó junto al abogado, hablándole al oído. Cuanto más oía don Rafael lo que le contaba su compañero, más se le abría la sonrisa.

En cuanto el marqués, el conde y su hijo, y el sargento de la Guardia Municipal, que ocupaban uno de los bancos de la sala, vieron el rostro de contento del abogado, empezaron a mirarse unos a otros con nerviosismo.

En ese momento estaba declarando el director del hotel Los Cisnes y, nada más terminar el interrogatorio, don Rafael se dirigió al juez diciéndole:

–Señoría, nos conocemos desde hace mucho y estoy seguro de que se ha pasado el juicio extrañado de mis preguntas y de mis protestas, porque no es mi modo habitual de proceder. La explicación se encuentra en que estaba esperando la llegada de un testigo esencial para mi defensa, pero para mi propia sorpresa la testifical que quería proponer se ha multiplicado y quiero proponer a tres testigos.

El juez lo miró con una sonrisa:

–Pues sí, letrado. Me extrañaban mucho sus preguntas y me enfadaba todavía más lo estrafalario de sus argumentos de protesta. Ciertamente es irregular la proposición de testigos en este momento procesal, pero como tengo duda sobre la culpabilidad del acusado y la ley me permite practicar pruebas relevantes antes de dictar sentencia, haré míos sus testigos. No sé cómo va a contradecir que el legítimo marqués de Fuentes es don Alonso de Villacid Gil de Arellano, tal como obra en el certificado que consta en el procedimiento, pero estoy deseando saberlo. Que vayan pasando por el orden que usted indique.

–Gracias, Señoría. Mi primer testigo es la condesa Teresa Darankházy.

Al oír a su abogado pronunciar el nombre de la condesa, Jacobo sintió una sacudida.

Entró la condesa, andando, como siempre, muy erguida y con paso firme. Vestía una capa verde oliva, bajo la que se dejaba ver un vestido de color rojo sangre. Don Rafael se dijo: “¡Qué mujer! Parece la Beatriz, de Dante, en el purgatorio: sotto verde manto vestita di color di fiamma viva… Llama viva, qué bien descrito el porte de esta mujer”.

No sólo don Rafael estaba impresionado de la belleza y la fuerza que emanaba de la condesa, sino también el juez que, torpeando, dijo:

–La testigo puede interrogar a la defensa… Perdón, quiero decir la defensa a la testigo.

–Gracias, señoría, con la venia –contestó el abogado sonriendo–. Señora, nos puede decir quién es y de qué conoce al acusado.

–Soy la condesa Teresa Darankházy, dama de compañía y secretaria personal de Su Alteza Imperial Valéria, emperatriz consorte de Waldenz y reina consorte de Smareva, Erlängen, Surintia y Karlsova, Körinzteg, Graszovia y Gretiswald… Y si cuando dice el acusado se refiere al marqués de Fuentes, lo conozco porque Su Majestad contrató sus servicios en su palacio de la isla de Corfú.

Volvió a preguntar el abogado:

–¿Y cómo le consta que el titular de ese marquesado es el acusado, porque en el procedimiento aparece un certificado oficial que indica que la dignidad corresponde a otra persona?

–Ignoro lo que consta en el procedimiento, abogado –respondió la condesa–, pero el título de don Jacobo no es español, sino otorgado por Su Alteza Imperial Franz-Otto II, de Waldenz-Smareva. Lo sé porque he visto y leído el decreto de concesión, y además me consta que el título le fue solicitado personalmente por la emperatriz, quien siente tanto agradecimiento y afecto por el marqués de Fuentes, que si no hubiera sido porque tiene obligaciones reales inaplazables –y miró a Jacobo sonriendo– estaría aquí hoy ocupando mi lugar.

Iba don Rafael a preguntar cuando le interrumpió el juez:

–Letrado no hace falta que siga interrogando. La testigo, que para mí goza de toda credibilidad, ha aclarado que se trata de títulos distintos: uno, legítimo en España; y otro, en el imperio Waldenz-Smareva. La testigo puede abandonar la sala. Muchas gracias por su declaración.

Se dirigió después a don Rafael:

–¿Cómo se llama su siguiente testigo?

–Lo ignoro, señoría. Nos enteraremos al interrogarlo. Sólo sé que tiene mucho que ver con este procedimiento.

–Vaya, hoy no deja descanso a las sorpresas. Que pase el testigo.

Se abrió la puerta y apareció una mujer muy gorda.

Nada más verla, el marqués, el conde y su hijo, y el sargento abrieron los ojos de espanto. El sargento se levantó y subió al estrado para decir nerviosamente al juez:

–Señoría, no puede admitir el testimonio de esta mujer.

Al oír estas palabras el abogado de la acusación particular intuyó que el testimonio de aquella testigo no convenía al interés de sus clientes y pidió la venia para decir en tono de fingida indignación:

–Señoría, la admisión de este testimonio carece de apoyo legal alguno. Resulta extemporáneo y…

–Letrado –le interrumpió el juez–. Le recuerdo que cuando admití la prueba usted no formuló ninguna protesta… Y además la actitud del sargento y la vehemencia de su oposición a que declare la testigo solo han conseguido despertar mi interés por su testimonio. Señor abogado –dijo, dirigiéndose a don Rafael–, pregunte a la testigo.

–Gracias, señoría –contestó él–. Señora, haga el favor de decir su nombre y explicar de qué conoce al acusado.

–María Josefa Casares Molina, pero todo el mundo me dice Pepa la del Puntillero. Conozco a don Jacobo de que trabajo… trabajaba… en su casa como limpiadora.

La interrumpió el abogado de la acusación particular:

–Señoría, no procede continuar el interrogatorio. La testigo ha reconocido que tiene dependencia laboral del acusado. La recuso como testigo.

–Denegado –respondió el juez en tono seco–. Ya me he enterado de que hay dependencia laboral. Lo tendré en cuenta al valorar su testimonio.

Miró a don Rafael y ordenó:

–Siga, abogado.

–Doña María Josefa, ¿y conoce al señor marqués de San Juan de Aliaga, al conde de Henestrosa y a su hijo y al sargento de la Guardia Municipal… el señor que acaba de subir al estrado?

–Sí, los conozco –respondió ella–.

–¿Y puede decirnos de qué?

–Me amenazaron con que si no robaba el cuadro que tienen ahí fuera ‘El Tabardillo’ y otro hombre, harían que me condenaran a mí y que le metieran a mi marido más años de cárcel de los que ya le están pidiendo.

La sala se llenó de un denso murmullo, que obligó al juez a tocar la campanilla y exigir silencio. Miró a la mujer y le preguntó:

–Señora, ¿conoce la trascendencia de la acusación que acaba de formular?

–Sé que lo que he dicho es muy gordo; si es eso lo que usted me pregunta.

–Eso mismo exactamente –respondió el juez–. Siga preguntado a la testigo, abogado.

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