La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
L OS políticos no tienen hartura a la hora de contarnos cuentos históricos ni el oyente interesado de escucharlos. No contentos con presentar la Guerra del 36 como una pelea de buenos y malos, donde, al revés que en el cine, ganaron los malos, y no como el resultado de un sinfín de torpezas por parte de quienes tenían que gobernar, darle prestigio a la República y sacarla adelante, ahora nos salen con que la Guerra de la Independencia también fue una película del Oeste: los buenos, los afrancesados; los malos, los patriotas españoles que se echaron al monte o convocaron Cortes en Cádiz. No nos extrañe que el día menos pensado nos enteremos de que los buenos en las guerras púnicas eran los cartagineses. Ni siquiera el tiempo, que todo lo pone en su sitio, le presta rubor a quienes se esfuerzan por demostrar que España no es una nación y toda su historia no sucedió nunca, sino que ha sido un sueño del conservadurismo.
Durante la invasión napoleónica, y después del glorioso papel que hizo en Bayona la familia real, las únicas personas que tenían criterio para tomar partido eran las élites ilustradas, la alta jerarquía eclesiástica, la nobleza y la burguesía rica. El pueblo nunca ha contado en las guerras ni en las revoluciones, sino como masa manipulada por los dirigentes para llenar la calle. Entre quienes tenían capacidad de elegir hubo de todo en todos los estamentos. Los afrancesados convencidos fueron una minoría. (No hay que contar entre ellos a los que juraron fidelidad al rey José para mantener un puesto.) Los hubo que creyeron de verdad en las reformas, la modernidad y el liberalismo llegados con los franceses, porque el desprestigio de la monarquía española era claro y la inercia popular, contraria siempre a los cambios, no lo iban a permitir desde dentro. Hubo posturas ambiguas, temerosas y atormentadas como la del gran Goya.
Los que tomaron partido por defender a España del invasor, de los mismos estamentos ilustrados que los afrancesados, creían en España como nación, con una importante historia, instituciones capaces de hacer las reformas necesarias desde dentro, sin que nadie viniera de fuera a imponerlas. Ambos bandos creían en la necesidad de los cambios, divergían en los métodos de llevarlos a cabo. Fernando VII no era Carlos III, pero fue muy querido y popular, supo cogerle el pulso al pueblo español y lo tuvo siempre de su parte. Las élites cultas y las clases altas de las ciudades eran las que contaban como grupos dirigentes. Si los políticos actuales quieren buscar un espejo donde mirarse y buscar antecedentes al progresismo, lo hallaran entre quienes defendieron las instituciones españolas, elaboraron una constitución y se opusieron a la invasión francesa, porque creyeron que España era suficiente para reformarse y gobernarse a sí misma.
También te puede interesar
La esquina
José Aguilar
Yolanda no se va, se queda
Por montera
Mariló Montero
La duda razonable
En tránsito
Eduardo Jordá
Extremadura
Manual de disidencia
Ignacio Martínez
El laboratorio extremeño
Lo último