Jerez íntimo

Marco Antonio Velo

marcoantoniovelo@gmail.com

De amigos y libros con destino Jerez

El escritor Julio Cortázar afirmó que “un amigo suma en lo ganado y lo perdido”.

El escritor Julio Cortázar afirmó que “un amigo suma en lo ganado y lo perdido”.

Es una bendición del cielo atesorar amistades de las comúnmente denominadas verdaderas. Aquellas que -sin tapujos, sin perniciosas maniobras, sin enroques, sin albricias, sin pirulas, sin malicias- todo lo hablan y dialogan a solas cara a cara -con determinación, con valentía- y de continuo se visten por los pies para sellar -contra desproporciones, comecocos, ventoleras y marejadas, siempre a las duras y a las maduras- la presea de su máximo valor inmutable: la generosidad. Hay quienes pervierten el sentido de la amistad – que es también un sentido de la medida- bajo el disfraz de cierta empatía punto menos que impostora y sobre todo de un egoísmo superlativo -disimulador, de freno echado- en aras del evidente sentido utilitarista -yo, me mí, conmigo- de la relación entrambos.

“No es amistad la que siempre pide y nunca da”, reza el refranero español. Y Luis Cernuda: “Por ello quiero saludar sin insistencia/ a tantas cosas más que amables:/ los amigos de color celeste/ los días de color variable/ la libertad del color de mis ojos”. Obviamos las Cantigas de amigo tan del siglo XII. Pero no el aserto de Julio Cortázar: “Un amigo suma en lo ganado y lo perdido”. O el canto del gran Alberto Cortez: “Un barco frágil de papel/parece a veces la amistad, / pero jamás puede con él/ la más violenta tempestad. / Porque ese barco de papel/ tiene aferrado a su timón, / por capitán y timonel, /¡un corazón!”. Los amigos auténticos poseen alquimia, cultivan el fenómeno de convergencia, juran un tácito pacto de sangre y además se piensan entre sí allí -sobre todo en las concavidades de la conciencia y en la peripecia de los sentimientos- donde precisamente no habita el olvido. No creo que la amistad sea un placer prohibido ni tampoco una integridad en desuso. Sí una realidad en marcha. Lo dice el verso de Mario Benedetti: “Prometiste y prometí / encender esta candela / con tu puedo y con mi quiero / vamos juntos compañero”.

Viene a colación este exordio a propósito del gesto impagable que me propina una amiga. Su iniciativa vale, para mí, su peso en oro. Es sevillana de cuna. Afincada en Jerez. No ofreceré más pistas identificativas. Son, en este espacio, prescindibles. Quiere a rabiar a mis hijos. Como un servidor, por descontado, a la sangre de su sangre. Mi amiga sevillana ha perdido recientemente a una queridísima tía. Todo un personaje -digamos mejor una personalidad- que Dios ahora conserva en su Gloria. Fue buena como el pan bendito. Soltera, de excelente conversación, ya entrada en años, de espíritu hispalense hasta las trancas -aquel que gravita sobre lo duendes que poetizó Joaquín Romero Murube- y habitante de un amplísimo piso propio, de cierto abolengo, en la tierra de María Santísima. A mi amiga tocó en suerte -o no, según se mire- participar en el proceso de selección, de expurgo, de conserva o desecha, de guarda o tira, de dona o regala, cuando se revisar y de vaciar el domicilio de un finado se trata. Ese rito no siempre agradable pero de forzoso cumplimiento que sucede -y no seduce- tras el óbito de un ser querido.

Entre el amplísimo patrimonio de objetos personales que encontró ante sí… halló mi amiga todos los resortes del cultivo y de la entrega a la cultura siempre profesado por su amada tía.

Y, al costado de colección de revistas, papeles del todo reveladores, y otros carismáticos inventarios no precisamente de andar por casa, emergía, como Partenón de sabiduría, una considerable -aunque no desbordante- biblioteca que mucho definía, de entrada, el hábito de lectura -y, a mi modesto entender, el buen gusto literario- de quien fue persona mesurada, moderada y, por consiguiente, feliz. Mi amiga no dudó un instante. Ipso facto pensó en quien suscribe. Su donoso escrutinio no fue precisamente quijotesco. Y así, como deshojando la margarita de mis preferencias librescas, eligió, para tan buen recaudo, una selección de obras que -no supuso sino más bien sabía a ciencia cierta- engrosarían los estantes de mi cuarto de trabajo con el aliño de algunos títulos aún pendientes. Dio en el centro de la diana. ¡Menuda puntería!

El criterio no pudo ser más personalizado. Tanto como el grado del agradecimiento con el que, entusiásticamente, correspondí semejante muestra de esplendidez. Fue -ha sido- una acción -la de ella- gratis et amore. Así que, sin comerlo ni beberlo, poco antes de Semana Santa, he recibido en mano el siguiente pack de libros: ‘Obras completas del padre Luis Coloma’, en edición de 1943; ‘El capirote’, de Alfonso Grosso; ‘El maestro Juan Martínez que estaba allí’, de Manuel Chaves Nogales; ‘Cartas desde España’ de José María Blanco White; ‘Cuando las cortes de Cádiz’, de José María Pemán; ‘Relatos’, de Fernando Quiñones; ‘Andalucía la Baja’, de Fernando Villalón; ‘Historia de una finca’, de José y Jesús de las Cuevas; ‘La venganza de don Mendo’, de Pedro Muñoz Seca; ‘El mono azul’, de Aquilino Duque; ‘Morir en Sevilla’, Premio Ateneo 1986 de Nicolás Salas; ‘Malvaloca’, ‘El patio’ y ‘Las flores’ de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero; ‘Memorias inéditas de José Antonio Primo de Rivera’, Premio Ateneo 1977 de Carlos Rojas y ‘Dos días de septiembre’ de José Manuel Caballero Bonald’. ¡Ahí queda eso! O, como diría el excelente capataz de palios de la Madre de Dios Manuel Jesús Elena: “Ahí se posa”. ¡A seguir leyendo toca!

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