No llamar a las cosas por su nombre está fenomenal cuando uno se dedica a la poesía culterana o a la nueva gastronomía. Pero cuando alguien se dedica a la política, debería afinar especialmente el lenguaje, para no añadir confusión a la ya embarullada tarea de gobernar.

Por eso no acabo de comprender lo que se quiere decir cuando se usan palabras como pueblo, democracia o libertad, que según la boca de la que salgan lo mismo significan una cosa que significan justo la contraria. Ni sé exactamente lo que quieren dar a entender algunos independentistas al hablar de la situación actual en Cataluña calificándola como anómala. Dada la afición de esta gente a emplear una semántica llorica, imagino que se referirán con ello al contraste entre lo de ahora y aquella deliciosa normalidad que disfrutaban no hace mucho, cuando podían hacer lo que les viniera en gana, así les viniese en gana transformar la sede parlamentaria en algo parecido a una fiesta de la espuma, para que no se notara mucho el asalto que en realidad estaban dando a las instituciones.

Por ahora se ha frustrado el sueño independentista de convertir, sin despeinarse, a Cataluña en una, grande y libre. De hecho, tan facilona pretendían que iba a salirles la jugada que siguen sin asimilar que por estas cuestiones de la sedición y las malversaciones pudieran ir los suyos a la cárcel. ¡Ni que la Generalitat fuese el Ayuntamiento de Marbella, collons!

Si estarán alucinados que, insistiendo en ese discurso llorica, hablan hasta de presos políticos. Y eso cuando no presumen de tener un presidente en el exilio, como si la peregrinación de Puigdemont por Bélgica no recordara -antes que las andanzas de un héroe- las de Paco Martínez Soria paseando con su jaula y su jilguero por la gran ciudad.

Siendo anómala, no deja de ser razonable la situación, porque anómalo, lo que se dice anómalo, sería que la implantación del artículo 155 hubiera caído en manos de la Hermandad del Rocío de Cornellá. O que el canal autonómico estuviera obligado a emitir los informativos de Telemadrid. Pero ni la disolución del Govern ha forzado a los barceloneses a desayunar molletes de Espera ni han sustituido al cuerpo de mossos de esquadra por el Orfeón Donostiarra (que sin ser peor necesariamente, sí que sería raro de narices.)

Lo que no podemos hacer es exigir rigor en el habla a los que proclaman la independencia como quien celebra una carrera de sacos. Ni a los que vislumbraban un futuro de paz y prosperidad en la tierra que ahora ve cómo muchos familiares ni se hablan por la pejiguera nacionalista y de la que se largan en estampida las empresas. El problema es que para las cuentas tampoco se apañan. Y ya no hablo de contar como heridos de guerra a los que tuvieron gastroenteritis el día del referéndum. Hablo de la millonada que lleva costando todo este festival del despropósito. Más barato hubiese salido regalar a cada catalán una caja de puros, un chisquero y un par de billetes de 500 para encenderlos.

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