Los más genuinos espacios barrocos fueron creados gracias a la combinación de las distintas artes, que se funden y se confunden en un todo envolvente y embriagador de los sentidos. Fusión y confusión: más allá del manido juego de palabras y del tópico historiográfico, he aquí la clave para comprender las pinturas murales que, de manera muy especial, durante el XVIII se extendieron en Jerez por un buen número de interiores sacros y algunos ámbitos domésticos.

La fusión se produjo con motivo de la renovación de las viejas iglesias o la creación de nuevas construcciones, religiosas o civiles. La arquitectura como fondo; el retablo, o la talla ornamental, como eje configurador; y la policromía, el color, como elemento de cohesión. Y en las reformas de obsoletas estructuras, la ruina como excusa para la transformación. De otra manera no pueden explicarse ejemplos como las iglesias de San Lucas, los Descalzos o Santa María de Gracia. Las dos primeras reconstruidas hacia los años veinte y treinta de aquel siglo, la tercera ya en su década de los setenta, todas rehacen sus arquitecturas, proyectan nuevos retablos y se completan con pinturas murales por pintores-doradores que trabajan indistintamente sobre la madera y sobre muros y bóvedas limítrofes.

La confusión parte de la ambigüedad terminológica de los documentos, que hablan de “estofar” para referirse a dichas pinturas, y nos llevan al trampantojo que imita con el pincel yeserías, como en los Descalzos, retablos y pabellones de telas encoladas, como en las cada vez más deterioradas paredes de las agustinas, o perspectivas arquitectónicas, como las del denostado palacio de Villapanés.

De ello hablé el pasado martes dentro del ciclo “Jerez Siempre” de la Academia. Hoy Bruno Escobar y el próximo martes Antonio Romero seguirán aportando otras miradas al arte local y comarcal.

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