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No es nadar contra la corriente, que te arrastra, es la corriente, que se revuelve contra ella misma, y te pilla a ti en medio. Entonces es mucho más difícil concentrar tus fuerzas para intentar llegar a la orilla. Agua, que discurre por el mismo cauce, enloquecida, enredándose en traidores remolinos capaces de engullir la propia agua y sepultarla en oscuras profundidades que rechazan la luz, y hasta el mismo aire que necesitan para no caer en la putrefacción y la muerte. Agua, de un mismo río, que niega el río que la hizo agua capaz de ser lo que es.
Es así como a menudo percibo estos tiempos, enfrentados al tiempo mismo, así es como me hacen sentir. El adversario es el enemigo; quien piensa diferente, es enemigo; el que actúa de modo distinto, es enemigo; quien no acata, es enemigo, y lo es, también, el que opina, sugiere, advierte o protesta. No se argumenta, con peso y razón; no se deduce, con lógica y sensatez; no se comparte, con generosidad; no se disiente, con prudencia y comprensión. El Estado se ha convertido en un siniestro artefacto metálico, sordo, insensible, hueco y artificial; una hidra de brazos mecánicos, que amarra, amordaza y golpea; un ciclópeo y trágico androide obediente, sólo, al programa que le da “vida” y nos la quita a todos los demás.
Contiendas, enfrentamientos y guerras, siempre las ha habido. No hemos sido capaces de desterrar la violencia gratuita; la inteligencia colectiva es una inteligencia fracasada -diría José Antonio Marina en su magnífico ensayo sobre la misma-. Es una de las grandes vergüenzas -hay varias- de los humanos, que no de la Humanidad.
Por razones que nunca llegan a serlo, los hombres se dividen en bandos, les han hecho creer, opuestos, enfrentados, incompatibles… Para ver quién es el que se alza con la sinrazón vencedora, gentes, que ni llegan a saber muy bien porqué están ahí, se hieren y mutilan, violan, destrozan, y también se matan, en defensa de intereses siempre mezquinos y deplorables, pero menos miserables que aquellos esbirros de la codicia y la vanidad, que los envían a morir, sufrir, padecer y enloquecer, en nombre de una nada disfrazada de “algo” por lo que valiese la pena aquello que jamás podría valer la pena por nada. A esto llegamos, hace mucho tiempo ya, y de esto no hemos salido… tanto tiempo después.
Pero hay una situación, a mi entender, más desquiciante, por antinatural; más deplorable, por perversa; más inquietante y, a la larga, demoledora, por íntima incoherencia, personal y social: aquella en la que las aguas de un río, se revuelven contra las aguas de ese mismo río, ellas en contra de ellas.
Lo puedo entender, soy consciente: “de todo hay en la viña del Señor”; tal vez porque algo sepa de la abyección a la que pueden llegar las personas -sobre todo si son abyectas-; porque, como a todos, la vida me ha enseñado de las mediocridades, mezquindades y miserias que muchos humanos ocultan bajo los ropajes con los que se “adornan”; pero lo que no puedo hacer es asumirlo ni admitirlo ni, tampoco, digerirlo.
Escribo, y me refiero, a la realidad, a los hechos, que ya no son presunción ni sensación, que estamos viviendo en los últimos años en España. Certezas tangibles, al margen de ideologías, credos, doctrinas y tendencias sociales o económicas; evidencias, opinables pero no discutibles -lo cierto, supuestos filosóficos al margen, es-, que muestran bien a las claras el deterioro, irreparable, por muchos años, de la sociedad que fuimos; la descomposición de los valores, capaces e imprescindibles, para que un colectivo -nuestra nación, en este caso-, pueda mantenerse unida en un futuro imaginable, firme ante las adversidades por venir, hermanada, fuerte y solidaria para con los más desfavorecidos, débiles, enfermos, abandonados u olvidados, por la razón que fuese; el enfrentamiento, más enquistado por días, de un grupo humano separado y dividido, de parte de una población, segregada y discriminada, por la otra parte.
Me cuesta, hasta no ser capaz de hacerlo, comprender porqué hay españoles, se supone “de bien”, que odian España; españoles, se supone “de bien”, que atacan, en todos los frentes y de todos los modos posibles, a otros españoles, también “de bien”; españoles … que buscan la destrucción de España. Me cuesta ver como, por encima de políticas o creencias, de opiniones o controversias, no se antepone la fortaleza y unidad del pueblo que fuimos, que siempre debiéramos ser. La iniquidad de los actores de esta tragedia va más allá de la sana divergencia entre distintos partidos, más lejos de las saludables aspiraciones de lenguas, conceptos o etnias diferentes; la perfidia de quien protagoniza la desdicha que vivimos no tiene espacio en mentes equilibradas, honestas y leales.
Ignoro hasta que sombría circunstancia nos llevará todo esto a lo que me refiero, pero seguro estoy de que dónde quiera que nos empuje, o arrastre, nos aguardará la desolación triste de la que siempre se tiñe el aire que nos hace falta para respirar, cuándo la bajeza incoherente de unos termina por someter la libertad de todos.
Se puede nadar contra la corriente que nos lleva, no contra el agua que fluye y que somos.
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