Hace unos días, el presidente del Parlamento andaluz, Jesús Aguirre, denunció la crispación que impera en la política española. Ésta, señaló, debería servir para solucionar problemas, no para generarlos. Tiene uno la impresión, sin embargo, de que Aguirre clama en el desierto. Desde hace años, este país vive instalado en el odio y en el resentimiento, utiliza, en recomendación de Pablo Iglesias, "el rencor como combustible político" y no se priva de la venganza en la relación con un adversario al que desprecia por sus ideas.

Ignoran nuestros líderes que esa conducta fratricida revela lo peor del comportamiento humano, una furia ideológica irracional que, incluso contra la certeza de los hechos, crea un mundo falso, en el que la demagogia y la polarización arrinconan el pensamiento crítico e impulsan un clima pavorosamente antidemocrático.

Amargamente, por la estulticia de sus élites, ha resucitado la ensangrentada idea de las dos Españas, como si el pasado no nos hubiese enseñado ya a qué cimas de crueldad y de horror nos lleva ese camino del conmigo o contra mí. Y miren que tuvimos una ocasión inmejorable de romper tal dinámica destructiva: la Constitución de 1978 intentó superar, con generosidad y tolerancia, la inviabilidad de una tierra infectada de cainismo. Hoy, aquella coyuntura sufre el descrédito de una clase política que cree sobrevivir mejor en el antagonismo y alienta, de nuevo, nuestros instintos más brutales.

Los llamamientos a la sensatez parecen destinados al fracaso. En palabras del politólogo Fernando Vallespín, la democracia está desnuda cuando se desvanece la auctoritas, el viejo principio romano que legitimaba las instituciones a partir de la experiencia y el conocimiento. Ahora cualquier recién llegado a la política tiene una teoría del Estado que convierte a Maquiavelo en un advenedizo. Armados de un extraño relativismo moral, nuestros dirigentes utilizan la posverdad para avivar el fuego de un maniqueísmo pueril que envenena el alma de la nación y le niega toda opción de futuro.

Anda uno harto de hordas narcotizadas, de jefecillos de tercera, de egos inmensos a los que, para su mayor gloria, poco les importa que arda Roma. Nuestra democracia está, una vez más, rota. Estos canallas quizás aún no comprendan que pasarán a la historia no por desenterrar, con saña o con nostalgia, dictadores, sino por enterrar la ilusión de un pueblo que quiso y pudo vivir al fin en paz.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios