Derecho a la estupidez

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27 de julio 2025 - 03:07

Leí en alguna parte que, más allá de la protección de las minorías, lo que verdaderamente mide hoy nuestra democracia es el respeto del derecho a ser estúpido. La hipertrofia de un derecho penal que cada día castiga más conductas, y que pare sin cesar tipos absolutamente prescindibles, está acorralando a los necios y a los maleducados que, en principio, deberían tener derecho a mostrar su tontería y su mediocridad sin más contrapeso que nuestro derecho a ignorarles o rebatirles.

Como afirma la magistrada Natalia Velilla, nuestro país se ha acostumbrado a fiar su grado de bienestar al Código Penal. Una actitud tan destructiva como útil para quien gobierna. Es mucho más fácil prohibir y castigar que impulsar políticas eficaces en positivo. Esa tendencia, infantil, se agrava cuando nos referimos a los límites de la libertad de expresión. Dice Velilla, y dice bien, que no todo lo inmoral es ilícito; también, que no todo lo ilícito es delito; y, en fin, que no todo delito está castigado con pena de prisión. Frente a tales evidencias, nuestra sociedad exige que todo sea delito y que esté castigado con la cárcel. Sólo así siente que se ha hecho justicia.

En este clima enrarecido, nos olvidamos de que la libertad de expresión consiste en la facultad humana de exponer lo que uno piensa, aunque lo expuesto sea erróneo, grosero u ofensivo. Ante eso, ab initio sobra el derecho penal. Basta con desoír las opiniones absurdas, combatirlas con otras opiniones mejores o, en su caso, con exigir la responsabilidad consecuente. Por ello, la actual regulación de los delitos de opinión en España es claramente inadecuada. Tenemos delitos de odio por encima de nuestras posibilidades y, lo que es peor, nacidos y aplicados al viento ideológico del poder gobernante.

Y es que a todos nos asiste el derecho a ser estúpidos como queramos. La libertad de expresión incluye la de mentir, hacer propaganda, sostener imbecilidades, sentenciar sobre lo divino y lo humano, criticar toda autoridad, discrepar de la ortodoxia dominante o, entre otras muchas cosas, hacer humor de todo gusto y color. Tal libertad tiene por supuesto sus normas. Pero la primera, para salud de la ciencia, de la democracia y de la sociedad, es asegurar que se pueda ejercer, sin trabas ni memeces, en lo personal y en lo grupal.

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