Descanso dominical
Javier Benítez
Aquellos sabios jerezanos
España cambió de estilo. En una metamorfosis progresista que masticaba otra nueva política económica. Sin necesidad de observar el mundo tras las gafas de Groucho Marx. En los años 60 España dejó de ser autárquica y comenzó a ser expansiva. El sector servicio crecía merced a la espuma turística -ese lienzo en blanco que pronto coloreó la primera silueta amarilla de un bikini sueco-. El fulgor del español ibérico principió su caricatura. España viraba hacia una sociedad de consumo -la industria se erigió en el verdadero héroe Marvel de lo cañí- y la mujer -hasta la fecha relegada a segundo plano- se incorporaría al trabajo remunerado. Ya entonces Concha Velasco era una adelantada a su tiempo. No tuvo que aguardar al baño de Manuel Fraga, en Palomares, al socaire de aquellos días de playa y plutonio. Ella ya parecía un verso de Pemán, esto es, “novia de la primavera”, que era también letra de la canción principal de las chicas de la Cruz Roja -las que “abrieron sus corazones cantando, cantando, y encuentran amores”-.
Cuando Concha Velasco confesó a su madre que quería ser artista no estaba toqueteando ninguna peccata minuta. Porque lo ha sido -artista- integral/total. En la escena arrasó. Ascendió sin trepar. No vituperó contra compañeros. Jamás juró en sánscrito. Tampoco en arameo. Veni, vidi, venci. Con creces además. Sin pasarse de frenada ni desestabilizar ningún sentido de la medida. Para sin embargo -sin eximentes ni atenuantes- rebasar -tampoco a la chita callando- todos los récords de esa titánica capacidad de trabajo -de resistencia, de tesón- tan suya y tan arraigada a las uñas de un arquetipo de española luchadora hasta la extenuación -mas no exenta de renuncias personales y de contrapartidas-. Concha Velasco hizo de la necesidad virtud y de la vocación un banderín de enganche. Un lema, una divisa. Para ello se valió del don de Nehemías y, sorteando obstáculos, levantó Concha los muros de la Jerusalén de su currículo. No se rindió pese a la saña de los contratiempos. Concha -es afirmación consabida- ha contado con legión de admiradores en Jerez. Concha Velasco -que siempre ejerció de sí fuera de los escenarios- cultivó la honestidad sin sacar jamás los pies del tiesto. Llenó teatros hasta los brazos asidos al cuerpo del último espectador del gallinero. Cartelón de no hay billetes en el frontispicio del coliseo. Así en el Teatro Villamarta cuantas veces dejó caer sus hechuras encima de las tablas. Antonio Gala supo tomarle el patrón de la dramaturgia, como así el compositor a un cantautor. Como una madre a las querencias de su hijo. Como el zapatero a la horma de la necesidad del cliente.
Concha tenía algo de gacela en el beatus ille de la interpretación. Cuando actuaba concitaba toda la atención del respetable. Y creaba como una especie de serenidad obsequiosa. Entonces nadie distraía la mirada en serventesios. Siempre sostuvo entre las manos la pica en Flandes del favor del público. Durante el último tramo de su biografía -en el que ya todo sucedía como de un modo compensatorio- había perdido esa natural ergonomía que siempre caracterizó el periplo vital de esta ‘Inés desabrochada’. En la ensalada artística de su trayectoria siempre prevaleció ese sabor fresco y rubio como el de la escarola aliñada. Entre la vis cómica de la media melena al viento (chica ye-ye por antonomasia) y la profundidad dramática de papeles quizá tan inadvertidos como los protagonizados junto a dos ilustres parteniers letraheridos: léase: José Sacristán en ‘La colmena’ y Patxi Andion en ‘Libertad provisional’ -dirigida esta última por Roberto Bodegas sobre guión de Juan Marsé-.
Remontémonos a la mañana del 26 de octubre del año 2000. Jueves. Rueda de prensa. Ese fin de semana el Teatro Villamarta acogía la obra ‘Las manzanas del viernes’, escrita por Antonio Gala y protagonizada por Concha Velasco -quien compartía escenario con la gran Encarna Paso-. Aquella mañana hubo nutrida concurrencia de periodistas, fotoperiodistas, críticos culturales, plumillas al punto... La expectación era máxima. Ya Concha Velasco se encontraba en Jerez y hablaría a los informadores de aquella propuesta teatral que tanto éxito cosechó a lo largo y ancho de nuestra piel del toro. El binomio Concha-Gala era sinónimo de triunfo asegurado. De pronto se oye un revuelo de pasos, aparece la figura esbelta y elegante de Concha, que accede a la sala con cierta velocidad y, en un repente, mientras la actriz recorre el trayecto rectilíneo hacia la mesa poblada de micrófonos, alguien apunta una noticia de última hora a su oído, en clave de susurro. Concha no puede contener una expresión de asombro y dolor. La tristeza se intensifica en el lagrimar. Toma asiento ya con la voz entrecortada. Apenas puede hablar. Acaba de recibir la noticia del fallecimiento de su querido amigo y compañero Jesús Puente. Entre sollozos y recuerdos Concha inicia la rueda de prensa confesando el motivo de sus lágrimas a la vez que dedica unas palabras de tributo y admiración al gran Jesús Puente. Está deshecha. Concha Velasco, como los héroes antiguos, tiene una intrahistoria, una biografía oficiosa y también una leyenda. O fragmentos de leyenda. Aquella mañana lloró en Jerez. Como un ser sensible que este pasado 2 de diciembre, poco antes de fallecer, dijo a la vida: “Yo me bajo en la próxima, ¿y usted?”.
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