ES lugar común en estos tiempos denostar el capitalismo y negar sus logros evidentes. El nivel de vida alcanzado en el conjunto del planeta es inédito en nuestra larga historia como comunidad humana y los ratios de pobreza-aún cuando se siguen haciendo intolerables- son los más bajos conocidos. Incluso el Santo Padre en sus escritos ha atacado duramente un sistema que denomina la cultura del descarte, el beneficio por encima del hombre. No le falta razón- porque como cualquier acción humana-, el capitalismo tiene desviaciones perversas que conviene corregir; aun así es con mucho el sistema que nos ha proporcionado más progreso, por más que les piten los oídos a los defensores del igualitarismo.

La libertad para el intercambio de bienes y servicios, el respeto a la propiedad privada, el beneficio para el conjunto -producto del interés individual- en la búsqueda constante de la excelencia y el progreso no tiene parangón con ese otro sistema que es el que de verdad termina con la vida digna: la economía planificada, el desprecio a que exista una gran masa de propietarios, el colectivismo que ahoga cualquier incentivo de mejora, la intervención de precios que suele terminar matando el progreso y el enriquecimiento de una escasa élite detentadora del poder acompañada de graves restricciones de alimentos y bienes básicos para el resto. El gran movimiento migratorio no se dirige al paraíso de la planificación sino que huye de la Revolución en dirección al “perverso capitalismo”.

Por seguir la línea argumental del Santo Padre, de su país quieren salir el 80% de los jóvenes, el 43% vive en la pobreza y el 11% en la más absoluta indigencia, la criminalidad crece exponencialmente y la democracia se deteriora sin remedio. El resto de los países hermanos de la zona corren la misma suerte. Esa es la economía que mata.

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