Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

De la educación

Tenemos, entre lo que consideramos habitual, la costumbre de tildar de “mal educado” a todo aquel que falta a las normas más elementales para el correcto y buen entendimiento entre las personas; sin embargo, salvo muy doctas excepciones, no solemos emplear este término con la corrección debida.

Bien entendido que ahora nos referimos, no al desarrollo y perfeccionamiento de las facultades intelectuales y de general conocimiento del pensamiento, la Historia, el arte o las ciencias, si no de la práctica de la urbanidad, los buenos modales y la cortesía, imprescindibles para que los humanos podamos relacionarnos como tales, en modo bien distinto del que se sirven los animales, con absoluta independencia del buen o mal humor que nos ocupe, la actitud que en ese momento tengamos, o de la importancia del asunto del que tratemos.

“Mal educado” lo sería aquel que hubiese recibido instrucción defectuosa sobre los modos con los que comportarse correctamente con sus semejantes; por lo que, ante las salidas de tono, exabruptos, inconveniencias, desplantes, groserías, insolencias, descaros, o incomposturas del mostrenco de turno, debiéramos exigir responsabilidad por tan zafio, vulgar y mezquino comportamiento, más que al sujeto en cuestión, al pretendido “maestro” que con tan nefastos y deficientes modos “enseñó” a nuestro grosero y tosco protagonista.

Deberíamos hablar de “no” educados, en lugar de “mal educados”, cuando queramos tratar sobre esa fauna, por días más abundante y por triste desgracia muy prolífica, que abarrota calles y plazas, atiborra escuelas y colegios y universidades, satura “redes sociales”, atasca entendimientos, pervierte razonamientos e impide diálogos. El “no” educado, por las cusas que fuese -más adelante haremos un inciso al respecto-, es responsable único de la imperdonable condición en la que se ha situado. Nadie, más que él mismo, arrastra la culpa de haber caído tan bajo como lo está; pues díganme si no, como calificar al que, incapaz de guardar formas con sus semejantes, se comporta como perro que ladrase, o pollino que rebuznase; ajeno a la mínima consideración con los que, al menos por genoma, le son iguales; ni corresponde con atención ni atiende modales, pues mejor encajan los suyos con mulo que con persona. Si el zopilote lo es por no haber tenido de quien recibir formación adecuada, le diremos que en los tiempos en los que hoy se vive, no es ésta excusa suficiente, pues cualquiera que así lo pretenda tiene medios sobrados, e independientes de que se tenga fortuna o no, para cultivarse en el trato adecuado para con los demás. Prestar atención al educado, imitar los modales del bien criado, mirar, leer, preguntar e informarse sobre las pautas sociales que nos diferencia de la comunicación entre animales, sólo depende de que se cuente con la voluntad de hacerlo, de ninguna otra cosa, por lo que no podemos aceptar por válida disculpa alguna otra, ni pretexto ni tampoco subterfugio allí dónde se quiera inventar.

Porque, diremos, que no es otra cosa la buena educación, más que respeto. Y respeto es “tener en cuenta”, a quien sea o a quien quiera de quien se trate; sabernos “obligados” a guardar miramiento hacia los que en un momento o conversación, por más largo tiempo o larga relación, mantienen trato con nosotros; como también es impedirnos suponer que sólo a nosotros, y no a todos, se le debe consideración en las formas.

Si poseemos la palabra para expresarnos, comunicarnos y entendernos, debemos cultivar, sin excusa posible, la buena educación, de forma que consigamos hacer soportable el trato cotidiano con los semejantes. Sin ella, sin la educación buena, además de volver insoportable una convivencia que, entonces, no podríamos calificar como tal, no pasamos de portarnos -en propiedad no podríamos aquí hablar de “com-portarnos”- como una piara de cerdos, aunque estos fuesen ibéricos, de bellota, y los jamones de pata negra.

Son muchas las fórmulas y maneras con las que podemos guardar el decoro que a los demás -a nosotros también- debemos, mostrar respeto por quien nos acompaña y hacernos dignos de ser respetados por ellos, dar sitio a quien por natural derecho lo tiene, considerar y se considerados, cultivar el buen gusto y los modos apropiados. No se trata, antes de que alguno salte de la pocilga y lo sugiera, ni de usanzas ni modas, ni de usos, modismos, antiguallas o modernidades; se trata de ser y estar bien educados como personas, o caer en el ordinario y chabacano gruñido del puerco en su estercolero.

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