Por mi profesión, no es infrecuente que se me acerquen padres preocupados, a veces desesperados, ante el bajo rendimiento académico de sus hijos. Parten, creo, de un presupuesto equivocado: la idea según la cual a notas universitarias brillantes ha de corresponder un posterior y seguro éxito laboral, siendo tendencialmente cierta, encuentra numerosas excepciones. A la inversa, todos conocemos casos de pésimos alumnos que después han triunfado en los más diversos campos de la actividad humana.

Ahora que el curso se inicia, estas líneas quieren ser, al tiempo, de advertencia y de ánimo. Para quienes están desarrollando una carrera modélica, plena de logros, quizá les aproveche reparar en que puede no ser suficiente. Las aulas no son la vida. En ésta, entran en juego competencias que hoy, por desgracia, no se adquieren en nuestra universidad. El desarrollo de habilidades sociales, la capacidad de hablar en público, la adaptación al nuevo universo digital, el afán de emprendimiento, la adecuación al trabajo en equipo, la apertura a un mundo global o la propia gestión emocional son valores que, no trabajados e interiorizados, acaso terminen oscureciendo el horizonte del expediente más bruñido. Añadan el peso que aún tienen las conexiones familiares y, a la postre, el imperio indomable de la suerte y díganme si ese determinismo, del que algunos hacen ciega fe y por el que otros prevén inexorables fracasos, tiene en realidad sólido fundamento. Cuidado, pues, con olvidar que lo que uno llegará a ser depende de múltiples factores que deben, al menos los predecibles, cultivarse con perseverancia, talento y listeza.

En la orilla contraria, tampoco la mediocridad estudiantil cierra siempre las puertas a un porvenir deslumbrante. Acaso, claro, será más difícil. Pero no faltan nombres (Edison, Einstein, Kennedy, Gates) que adveran tal afirmación.

Y es que la inteligencia es subjetiva y el rendimiento académico no pasa de ser un método, en demasiadas ocasiones falible, de medirla. Nada encumbra ni sepulta en la universidad. Adelantar glorias o penurias por resultados coyunturales y tal vez irrelevantes me parece la peor forma de ayudarles: al que tiene hay que inculcarle inquietud por aquello que le falta; al que no, esperanza en la fuerza transformadora de la tenacidad y del esfuerzo. En la sabia y resignada convicción, al cabo, de que, para todos, el mañana acabará amaneciendo como buenamente le plazca.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios