Dos españoles

Honor a quienes lo merecen. Que la tierra española, don Landelino, don Enrique, les sea leve

Con tres días de diferencia, España ha perdido a dos ministros de Justicia que honraron el cargo y sirvieron a su país en horas determinantes y en condiciones, a veces, muy adversas. El primero en marcharse, don Enrique Múgica, vasco de San Sebastián, fue el brillante impulsor de una política de dispersión de presos que resultó fatal para la estrategia carcelaria y para la existencia misma de ETA. El segundo, don Landelino Lavilla, catalán de Lérida, fue el artífice, junto a don Torcuato Fernández Miranda, de la escrupulosa e inextricable pasamanería jurídica que obró aquel delicado trasvase, "de la ley a la ley", con que se vaporizaron las Cortes franquistas, dando paso a la democracia que hoy disfrutamos como viejos rentistas en Montecarlo.

El precio que pagó Múgica por su contribución a las libertades en España (un precio que abonó toda la familia) fue el asesinato de su hermano Fernando. El óbolo de don Landelino fue, sencillamente, el de diluirse junto a su partido, la UCD, tras de haber sido el hermoso segundón de Adolfo Suárez. Para quienes tenemos cierta edad y buena memoria, "como los tontos", que decía don Camilo, es fácil recordar el gesto, entre perplejo y adusto, de don Landelino Lavilla, de pies ante su silla, recriminando al teniente coronel Tejero su trágica aventura. Aquella tarde, muchos españoles aprendieron muchas cosas que quizá no esperaban aprender. La más sencilla: que es extraordinariamente honroso servir a tu país y defender sus libertades en horas de incertidumbre y peligro. Una segunda, que se deriva de ella, es que la libertad, aquella tarde, en España, era la libertad de todos.

Como digo, don Enrique Múgica conoció el flagelo del terror y don Landelino Lavilla las máscaras de la arbitrariedad, disfrazada de patriotismo. De aquella heteróclita colección de españoles uno admira, sobre la lámina y el currículum de cada cual, la voluntad de construir, de coincidir, de estar juntos, que dirigió aquella hora. Uno admira, digo, el impulso de agavillar voluntades que se tradujo en un país feliz y tediosamente democrático. Para no caer en la nostalgia ni en su engañadora urdimbre, diremos que, probablemente, no les quedara otra que negociar, porque la otra opción era el abismo. Y sin embargo, el fruto de aquellas negociaciones fue la libertad, no su clausura. Una libertad -la de los españoles, naturalmente-, cuya delicada trama acaso hayamos olvidado. Honor, pues, a quienes lo merecen. Que la tierra española, don Landelino, don Enrique, les sea leve.

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