La ciudad y los días
Carlos Colón
Tesoro de la Iglesia, patrimonio universal
Descanso dominical
Llegó al andén y, como siempre, la mirada se me escapa hasta la segunda planta del edificio de pasajeros. Allí arriba, más cerca de la cubierta de hierro y cristal que de las propias vías, tras los ventanales redondeados y azules, vivían Juan Antonio, sus padres y sus cuatro hermanos. Añoraban su Lebrija natal, sí, pero se habían mudado al sitio más chulo de la ciudad. Desde mi casa de la calle Lanuza, a paso de niño, solo bastaban cuatro minutos para plantarse delante del reloj de la estación, adentrarse por unas escaleras empinadas y conquistar la atalaya que era aquella estancia reservada solo para las familias de los ferroviarios. El padre de mi amigo, un hombre menudo con su bigotón negro plantado en la cara, aparecía de vez en cuando enfundado en un mono salpicado de grasa y yo imaginaba que venía de enderezar a mano alguna vía partida por el paso acelerado de un tren expreso. Es probable que su trabajo fuera mucho más prosaico.
El piso estaba atravesado por un corredor donde siempre olía a puchera lebrijana, habas corchas y huevos fritos con papas. Por el flanco izquierdo se veía la plaza, que era un puzle de coches mal aparcados, y también el edificio de Correos, aquel mamotreto sustituido después por una nueva y horrenda estación de autobuses que nunca estuvo nueva. El flanco derecho no tenía comparación, allí corríamos a asomarnos cuando se adivinaba por las ventanas el traqueteo de una locomotora, desde allí éramos testigos del vaivén de los trenes vespertinos, los reencuentros y los abrazos del adiós, tan diferentes. Años después leí que el área de llegadas de un aeropuerto o el andén de una estación son un perfecto reflejo de lo que puede ser la vida, pero entonces nosotros no sabíamos de eso; nosotros sólo observábamos como niños invisibles encaramados a las alturas en aquellas ventanas de color azul. Luego, cuando todos se habían ido y terminaba el capítulo del Equipo A, bajábamos a jugar correteando, rompiendo la quietud de un vestíbulo en el que aún flotaba el eco de la última llamada por megafonía.
Aún no ha llegado mi Alvia y sigo perdido en la cara oculta de la estación de Jerez. He visto en el Diario que van a restaurar el edificio, una “reforma integral”. Que le van a meter mano a la fachada, la cubierta, los elementos decorativos, la zona de venta de billetes, la cafetería, los baños… Miedo me da. La noticia también decía que el proyecto incluye una “limpieza a fondo” de la planta alta del edificio. Y será que los de Renfe no le han pasado un pañito en décadas; porque ya les digo yo que la familia de Lebrija que vivía allí dejó ese piso como los chorros del oro.
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