Alberto Núñez Seoane

La estupidez perniciosa

Tierra de nadie

20 de enero 2025 - 02:19

Que la estupidez es soberana, persistente y apabullante, es de sobra conocido, por todos menos por sus protagonistas: los estúpidos. Que estamos sobrados de esos mismos estúpidos es muy sabido y evidente, pienso que hasta los mismos intérpretes se dan cuenta, al menos en ocasiones, de lo patético y demoledor del papel que se empeñan en representar.

Hay tantos tipos de estupidez como de acólitos que la practican, con tal entrega y convicción que raya en el puro y torpe fanatismo. Lo inconmensurable de semejante condición es muy capaz de dar cabida al número incalculable de estúpidos, ansiosos por evitar el abandono de la actitud que los califica.

Lo que resulta difícil de asumir, por mucha experiencia con que, a lo largo de los años, la vida nos vaya obsequiando al respecto, es que de la estupidez sólo podemos esperar que diga estupideces y obre en consecuencia. Esta cruda, decepcionante y, por lo visto y comprobado, irremediable realidad es tremendamente penosa de aceptar: una inteligencia mediana, una lógica discreta, una prudencia comedida y hasta una sensatez escasa, pero sensatez al fin, niegan con rotunda convicción la estupidez; sin embargo lo indiscutible de su abrumadora y abarrotada presencia entre nosotros, nos obliga, a todos los ajenos a ella, a padecer un calvario cotidiano, interminable, desolador e insoportable.

La estupidez crece a la sombra de la ignorancia, la soberbia, el orgullo prepotente y la sempiterna vanidad; abonos éstos con más que suficiente intensidad de podredumbre como para echar resistentes raíces y perpetuarse muy dentro de los lánguidos y débiles espíritus que abrazan su atrayente facilidad, la aparente sencillez de lo que cuesta poco, o la espuria satisfacción de dar por satisfechos anhelos fuera del alcance del siempre estúpido.

Existen, decíamos, muchos y variopintos tipos de estúpidos. Necesitaría un tratado para analizar, sucintamente, las diferentes variedades con que los imbéciles entorpecen las vidas de los que no lo son -para analizarlas en profundidad me haría falta toda una enciclopedia-; hoy les voy a contar de una de ellas: el estúpido dañino, perjudicial … pernicioso.

En realidad todos los tipos distintos de estúpidos, de un modo u otro, hacen daño, lo sé; si he querido resaltar el aspecto nocivo de éste espécimen al que me voy a referir, es porque la modalidad de estupidez a la que está afiliado causa daño concreto y calculable, por supuesto evitable, en las haciendas de los que, bien se han cruzado, en el discurrir de la vida y por puro azar, con él; bien conviven en el círculo familiar, de amistades, relaciones o profesional, con el individuo en cuestión; bien se han visto involucrados, en un proyecto, empresa o negocio, con el susodicho elemento.

El estúpido maleante, creo que este podría también ser un buen adjetivo calificativo, no es un tonto cualquiera, ni siquiera es tonto. Muy al contrario, ésta subespecie se caracteriza por una especial agilidad para husmear posibles candidatos y un instinto sagaz para detectar a sus víctimas. Esta variante, temible, de estúpido, una vez detectada la presa, procede con sus artimañas, vendiendo su mercancía por conveniente, buena, adecuada y beneficiosa para el incauto, o bienintencionado, o amable, o generoso que se ha dejado atrapar, de seguro que por ausencia de malicia y exceso de confianza en las pegajosas y hediondas redes que nuestro imbécil teje con habilidad contrastada. Una vez logrado su objetivo -y es aquí donde comienza a manifestar la estupidez que lo condiciona-, en lugar de darse por satisfecho -aún a pesar de lo miserable de su acción-, el personaje se crece ante el éxito de su mezquina hazaña, y lejos de detener su desleal carrera, se vanagloria del triunfo alcanzado, haciendo gala de una desvergüenza insuperable, recreándose en su artero proceder y exhibiendo, con insultante procacidad, lo listo que él ha sido y lo torpes que han resultado los burlados.

En su mentecato delirio, se empeña en continuar con la exitosa hazaña que le ha llevado a apoderarse de lo que le era ajeno y conseguir lo que se le resiste empleando los medios de los que la honestidad se sirve. Decisión -estúpida, claro- que, de modo inevitable y más pronto que tarde, le lleva a ser descubierto, condenado y sentenciado.

Dado, no sé la razón pero es así como suele ocurrir, que esta ralea acostumbra a toparse con gentes de noble sentir y generosidad probada, a menudo se encuentran con la inmerecida posibilidad de reparar el daño causado, decir adiós y perderse por las zahurdas de las que nunca hubiera debido salir; pero … la soberbia estúpida, la más estúpida vanidad, el prepotente y estúpido orgullo y la estúpida ignorancia, muy por encima, en nuestro imbécil protagonista, del buen hacer, la lealtad, la educación y el agradecimiento, lo llevan a enrocarse en la estupidez que lo determina, en un grosero y aberrante intento de “salvar unos muebles” que no tienen salvación posible, más perdidos que el famoso, y por siempre perdido, “barco del arroz”.

La estupidez no es mala ni buena, es sólo estúpida; pero la maldad, que si modela al estúpido pernicioso, hace que las consecuencias de su estúpidos actos causen deterioro, perjuicio y daño.

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