La tribuna

Jaime Martinez Montero

400 euros

LA oferta electoral del presidente del Gobierno consistente en devolver cuatrocientos euros a todos los que han hecho la declaración de la renta correspondiente al año pasado ha suscitado muchas reacciones, siendo la mayoría de ellas poco favorables a la misma. La vicepresidenta ha querido descalificar con una rotunda afirmación a los que han acusado a esta medida de ser un intento de compra: los españoles no son tan tontos como para vender su voto por cuatrocientos euros.

En primer lugar, quiero descartar uno de los posibles sentidos de tal afirmación: que tal venta sea de tontos porque el voto sale muy barato; sería de listos si se obtuviera más dinero. Nos queda el otro sentido, el de una declaración a la que no es fácil contestar, porque, naturalmente, uno no va a decir de sí mismo que sí que está dispuesto a vender su voto por esa cantidad, y tampoco puede decir que él no haría eso, pero que está seguro de que otros sí lo harían.

Estos pronunciamientos campanudos, a los que si se quiere responder uno se señala para mal, suelen ser utilizados también por los demás partidos. Unos, utilizando los que hacen referencia a la unidad de España o al apoyo a las víctimas del terrorismo; otros, esgrimiendo los que afectan a las esencias, culturas o lenguas de sus comunidades. Caemos menos en estos últimos porque son más intangibles, pero el anterior nos ha llegado al corazón porque afecta al bolsillo. Vayamos, pues, con él.

¿Cómo sabe la vicepresidenta que los españoles no son capaces de vender su voto por ese dinero? ¿Los conoce a todos? Hemos debido cambiar mucho en poco tiempo. Antecedentes históricos de la compra y venta de votos no faltan. Situaciones económicas lamentables han justificado no ya votar a quien te dé dinero, sino cuestiones más gruesas. Aún no hemos llegado a lo que aspiraba Rousseau, y era que ningún ciudadano tenía que ser lo bastante poderoso para comprar a otro, ni demasiado pobre para tener que venderse.

La verdad es que si en lugar de considerar a la totalidad de los votantes españoles nos fijamos en sectores concretos de los mismos, y hacemos el mismo planteamiento respecto a otras cuestiones, las respuestas pueden ser desalentadoras. ¿Puede haber españoles que hagan trampa y engañen a Hacienda cuando hacen la declaración de la renta, aun sabiendo que con ello perjudican seriamente a la colectividad? ¿Pueden los padres falsificar los datos del domicilio u otras circunstancias, con el fin de conseguir que sus hijos vayan al colegio deseado, pese a ser conscientes de que dejan fuera de él a un alumno con más derecho? ¿Puede una honesta familia servirse de las recetas de su familiar jubilado para ahorrarse el coste de las medicinas de los niños, sabiendo que con ello causan un gran perjuicio a la sanidad pública? Todas las preguntas anteriores tienen, desgraciadamente, respuestas afirmativas.

Todos los gobiernos han legislado y todos han establecido disposiciones punitivas porque han supuesto (la condición humana, la inexorable experiencia) que las personas, aun siendo españolas, son capaces de llegar al fraude, al engaño, al abuso. El último ejemplo se ha producido hace muy poco. En el asunto del canon digital el Gobierno no ha parecido tener tanta confianza en nosotros. Aquí sí que ha supuesto, sin más, que los españoles son capaces de piratear o copiar ilegalmente un disco o una película, por la sencilla razón de que de este modo evitan comprar el producto. Y, fíjense, normalmente el coste de este fraude está lejos de los 400 euros.

Llegamos así al meollo de la cuestión. El fallo del planteamiento radica en que la vicepresidenta, cuando habla de que los españoles no son tontos y no venden su voto por 400 euros, hace referencia a dimensiones morales y apela a virtudes democráticas como la honradez y el ejercicio de principios éticos. Pero no es ese todo el terreno de la política. Ésta se centra más en el territorio del derecho, y consiste en establecer condiciones para que los gobernados vayan por el buen camino y, sobre todo, en ponérselo difícil a los que no quieran transitar por él. La tarea del Gobierno no es dar por ciertas las buenas intenciones de las personas y legislar con olvido de las más elementales precauciones. La tarea del Gobierno es establecer las condiciones para que, de ninguna manera, haya gente que tenga o pueda vender su voto por dinero. Esto se puede hacer mejor o peor, pero lo que no cabe, en modo alguno, es que sea el propio Gobierno el que ponga a prueba, sirva de tentación o brinde una oportunidad a aquellos a los que, efectivamente, no les importe poner su voto a la disposición del que mejor pague o del que más ofrezca.

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