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B. apareció sentado a mi derecha en el estribo de un burladero, el 25 de septiembre de 2011, en la Monumental de Barcelona. La tarde, que sería la última en el coso, había sido triunfal y muchos bajamos al ruedo para despedir a los diestros y echarnos algo de albero en los bolsillos como tonto consuelo. B. vestía varias capas de ropa blanca, elegantísimas y pulcramente planchadas, sobre las que contrastaba una corbata de seda oscura. “Desde la presentación de Manolete en México no he visto nada parecido a lo de José Tomás”, fue lo primero que me dijo, cuando me presenté, antes de insistir en que él, siendo un niño, descubrió al Monstruo antes de que su padre, Gaya y todo el exilio allí presente se diera cuenta de lo que ese torero era. Acompañé al fantasma al hotel, encantado de escuchar cómo hacía bagaje de todos sus toreros. Allí me despedí pero, al poco tiempo, tuve noticias suyas. Enterado de mi boda me hizo llegar el día del enlace un pequeño presente con unas letras, instándome a vivir el matrimonio “en conmoción”, consejo que, según parece, Unamuno recomendó a su padre y que yo he seguido en la medida de mis posibilidades. Desde entonces la comunicación postal con el espectro fue seguida. También los encuentros espaciados en el Café de Oriente que se extendían siempre hasta la noche, entre historias de Malraux, Zambrano, los Dominguines, la lágrima del Gernika que anduvo durante años por su casa y sus disparatadas ideas para la acción revolucionaria. El fantasma era de todo menos terrorífico, pero un mal día fui capaz de sacarle de sus espectrales cabales, moralizándole tontamente sobre la conveniencia de que se dejara enchufar unas dosis de Moderna contra el Covid. “Que la vacuna no mata, coño”, creo que fueron mis últimas palabras antes de que B. se esfumara sin volver a dar señales de vida. Hace justo una semana, misteriosamente, el nombre del fantasma apareció en la pantalla del móvil. Tenía varias llamadas perdidas. Intenté llamarle una y otra vez durante varios días pero su teléfono estaba apagado. Abandonada la esperanza de entablar contacto, otra llamada de B. entró ya a hora intempestiva. “Víctor, qué alegría oírte, estoy en el campo, dime que estáis todos bien. Yo aquí sigo, sobreviviendo a España. Pero, lo importante, ¿sigue tu mujer algo enamorada de mí?”. “Claro que sí”, respondí yo, alegre de las noticias que venían de ultratumba, tan ansiadas como una reaparición de José Tomás o del mismísimo Manolote.
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