Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Conspiración?
A mediados de los años sesenta del siglo pasado, casi quinientos años después de que los primeros gitanos se establecieran allí, el barrio de Santiago rezumaba inspiración y arte por los cuatro costados, me contaba el Jorobao Macarra, que vivió en el 20 de la Calle Nueva, considerada como el centro neurálgico de aquel mágico lugar y donde residían familias completas de artistas, como los Morao, Terremoto, Sordera, “vamos lo más granao del flamenco y casi de la historia del arte gitano”.
A esa célebre casa, me decía él, se accedía tras atravesar un patio cargado de geranios que pendían en vistosas carteras de barro y algún que otro tiesto de latón pintado. En un cacho de pared blanqueada colgaba la jaulilla de un pajarillo mixto de canario y jilguero que alegraba con su canto abaritonado a los vecinos y casi a medio barrio. ¡Ese pájaro tiene la voz ronca! -comentaba Candela, una gitana que vivía en la calle Canterería y que pasaba a menudo por ese patio para pedir a la mujer del Jorobao, la Paca, unas ramitas de perejil o algo de yerbabuena para el caldo -¡Candela, hija, es qué es un pájaro gitano y tiene un sonío, un runrún muy jondo!
En el suelo del patio, de losas grises, de esas de tarifa, se apoyaban varias macetas con albahacas, otras cuantas de romeros y una de cantuezo con flores azulinas que competía por ser el más oloroso del portal. En ese espacio santiaguero se reunían muchas tardes las mujeres de la vecindad para charlotear, mientras sus maríos acudían al Boquerón de Plata, en el Arco de Santiago, para saborear unas copas de oloroso, echar una partidita de dominó y terminar casi siempre canturreando por soleá con los nudillos a compás.
Se hablaba de toros y se elogiaban las faenas de su genio jerezano, Rafael de Paula, “el artista conocido más grandioso en el manejo del capote y capaz de poner boca abajo a cualquier plaza de primera con una sola media verónica”-contaban los más entendidos en materia taurina. “Una suerte, este capotazo inconmensurable, que ejecuta nuestro maestro a cámara lenta y con las manos tan bajas y tan caídas, que al vuelo del trapo, las revueltas azules besaban el suelo de albero y ponía los pelos de punta a todo el respetable” -aseveró uno de los tertulianos leyendo lo que el crítico Vidal había escrito en Dígame esa semana!: “Los tendidos de Las Ventas, puestos de pie se enloquecían con la majeza de los naturales hondos y las tandas de frente rematadas por detrás de la cadera. Aquello fue una explosión estética del torerazo de piel de aceituna”.
Pero el momento actual del cante gitano era objeto de mayor debate que el éxito rotundo del torero jerezano en los madriles de aquel entonces. Lo que importaba de verdad a los buenos calés del barrio era que la toná santiaguera, el verdadero y genuino arte jondo, daba ahora la impresión “de que se estaba perdiendo, como se diluyen los perfumes de la noche en cuanto aparecen las primeras claritas del día, primos”- señaló con nostalgia uno de los sabiondos del grupo, que añadió “el cante bueno es siempre amante del crepúsculo y esto se pierde a marchas forzadas porque muchos de nuestros vecinos nos están dejando tirados como a esta colilla”- dijo señalando al suelo.
Se están mudando casi tós a las casas de las nuevas barriadas de La Vid y de La Asunción, que ganan por goleada a nuestras casas de vecinos. “Las viviendas de nuestro barrio se han renovado poco desde la llegada de nuestros primeros primos, es decir desde los tiempos de maricastaña”-exageraba otro de los charlatanes del tabanco que aseguraba que el éxodo hacia las barriadas era porque las nuevos pisos contaban con ventanales soleados, agua caliente y cocinas de butano y que esa lejanía terminaría acabando con el cante y el baile verdadero.
Los calés más cerrados del barrio aseguraban que el arte gitano, el auténtico, solo se transmitía en las fiestas de los patios del barrio. Lo que enseñaban las abuelas a sus hijos y nietos y eso requería de un contacto cercano, casi diario. Sin esa proximidad, la esencia del sonío santiaguero se esfumaría sin remedio- repetían los más puristas -No hablemos con tantos remilgos- dijo el Jorobao- “porque, pese a todo, este barrio sigue siendo una verdadera ciudad del flamenco y continúa guardando la más pura esencia del cante jondo y verdadero”. “Al fin y al cabo, esa desbandada, ese ir y venir de un sitio pa otro, es lo más natural de nuestro pueblo calé, acostumbrado a no tener nunca asiento fijo”. “Y esas nuevas construcciones no están en la otra parte del planeta, niños, sino a unos pocos kilómetros de nuestro barrio…”.
Los romaníes que se establecieron en aquella zona periférica de la ciudad, después de atravesar casi todo el Oriente, trajeron hasta Jerez la música aprendida por los caminos. La que habían interpretado en noches y noches de campamentos escondidos de la luna y bajo la luz ligera de unas fogatas. Así nacieron esos trinos escalofriantes de las voces gitanas. Esos cantes lastimeros, esos dulces alaridos que emanaron de sus duquelas, del descalabro de sus almas, cuando fueron atacados y expulsados de algún lejano territorio, una y otra vez y donde pensaban, erróneamente, que podían quedarse para siempre. Esas heridas de su sangre eran lo que expresaban en sus cantes gitanos, que fueron enriqueciéndose por el camino con la musicalidad, los giros y formas de las melodías de cada uno de los pueblos con los que se cruzaban. “De las zonas del mundo que conocieron antes de alcanzar esa colina de las afueras de la Puerta de Santiago, donde todavía permanecemos, gracias a Dios, casi todos”. “Pero jamás perdieron su raíz espiritual”- dijo El Jorobao “ese carácter tétrico, sombrío y melancólico de su enorme caminata”.
Ese pellizco que solo puede salir del alma. Tenemos que ser los guardianes de esta esencia del barrio, los dioses concedieron al pueblo calé algo especial para la música- como dijo con voz trémula tío Gregorio: “Igual que hay ciertos pájaros, como los ruiseñores, que nacen dotados de gorjeos insuperables, los gitanos hemos descollado siempre por nuestras voces prodigiosas”. Sin nuestras voces, no habríamos alcanzado esta ciudad, jamás” -sentenció el avezado gitano que lanzó unos cuantos fuegos artificiales, unos cohetes de sabiduría que le salieron desde dentro.
Y a nuestras mujeres les regalaron las mejores dotes para la danza, para mover sus cuerpos, sus manos y sus caderas de manera tan, tan sinuosa que ningún pueblo vivo podría jamás igualarlo. Unas mujeres que, mientras tanto no paraban de bajar y subir por la escalera estrecha y llena de caliches del número 20 de la calle Nueva para acceder al fondo donde se hallaba el lavadero común con pilas y fregaderos de madera y al patinillo del tendedero de ropa, tan blanco como las sabanas de sus camas allí tendidas y el tronco encalado del limonero que hermoseaba uno de sus rincones. A ese limpio patinillo se asomaba la ventana de la cocina de Paca, la mujer del Macarra, que preparaba mientras tanto un suntuoso puchero en su lumbre de carbón avivando la chispa con un soplador de esparto para que la piedra y su llama azul no se vinieran abajo y mantuvieran la olla de aluminio con continuo hervor. “Qué bonito, alegre y artista era entonces mi barrio, la cuna del cante y el baile gitano”- terminó diciéndome, casi sollozando, el Jorobao Macarra.
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