Ser hijo a portagayola

El joven El Cordobés se hizo a pulso con la herencia legítima –la artística y la vital– que en verdad le correspondía

No he seguido de cerca –ni de media distancia– la larguísima polémica sobre la paternidad de El Cordobés con El Cordobés, Benítez vs. Díaz. Confieso que incluso en algún momento, perdiendo la paciencia, pensé que bien podía el joven El Cordobés dejarlo estar. Si su padre, El Cordobés viejo, se resistía a reconocerlo, pues él se lo perdía. Luego, cuando vinieron reconocimiento y reconciliación, me alegré difusamente por ambos, y a otra cosa, mariposa.

Hasta que mi amiga Ana Segura, siempre atinada, dijo: “Esta forma de ser hijo de Manuel Díaz me emociona”. Ana tiene toda la emoción, digo, toda la razón. Lo decía al ver cómo Manuel Benítez El Cordobés ha cortado la coleta a Manuel Díaz El Cordobés. La alegría de ambos, sabiendo todos –aunque yo vagamente– lo que ha pasado entre los dos, impresiona y edifica.

Yo estuve equivocado aconsejando el desdén. Hizo bien Manuel Díaz en obstinarse en su filiación cordobesina. Y la verdad es que lo que parecía un salto de la rana es un hondísimo pase de pecho. Nos ha enseñado que un hijo puede ser más legítimo que su padre, si se comporta con la nobleza de este torero. Motivos tenía de sobra para despreciar equitativamente a su progenitor. Podría haberlo arrinconado como padre biológico y a correr. Pero no quiso.

Sin duda, por el honor de su madre, y bien que hizo. Pero también lo hacía salvando siempre a su padre, del que ni rajó entonces ni al que ha guardado rencor ahora. Ya lo había salvado asumiendo su herencia: su oficio, su estilo, su aire; pero con un temple redoblado. La frase redonda sería hablar de herencia arrebatada, pero no fue eso. Se hizo con la herencia legítima –la artística y la vital– que en verdad le correspondía. Así se ha ganado –a pulso– el corazón reticente de su padre.

Recuerdo que don Álvaro d’Ors ponía serios reparos jurídicos a la equiparación automática de los hijos extramatrimoniales. Pensaba que devaluaba la institución del matrimonio y que daría lugar a abusos jurídicos. No se equivocaba, como se ve en tantos casos. Sin embargo, la gran lección de Manuel Díaz ha sido que el hijo puede venir antes y mejor que el padre y que la nobleza de corazón puede alumbrar hasta la paternidad. Ha volteado el orden de los factores, pero el producto de amor y respeto entre padre e hijo y viceversa ha seguido igual, y por todo lo alto. La generosidad ha recorrido el camino inverso, pero ha llegado a casa.

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