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Lecturas contra el coronavirus

Jesús Rodríguez

El afinador de fuentes (Capítulo 12. Parte II)

Caricatura de la época de la filoxera en Francia.

Caricatura de la época de la filoxera en Francia.

Sucedió que en una de esas charlas se enteró de que su padre había vendido cien hectáreas de ‘Lavapájaros’, mientras se lamentaba:

–No he tenido más remedio. Hay excedente de viñas. Después de deducir todos los gastos, una hectárea deja en un año normal cincuenta y cuatro pesetas de beneficio; en cuanto tengas dos años malos, la viña te costará dinero durante diez. Eso ha ocurrido siempre, pero ahora, con la caída de la venta del vino, es imposible mantener una viña de la extensión de ‘Lavapájaros’.

Mencía sintió una profunda tristeza. No sabía exactamente qué parcela de tierra había dejado de ser de la familia, pero sintió como si le hubieran extirpado algo.

También fue durante el curso de una de esas conversaciones cuando Mencía escuchó por primera vez un nombre: filoxera.

Supo que se trataba de una plaga que había comenzado hacía veinte años en un invernadero inglés, en Hammersmith, y se había ido extendiendo como un fuego por las islas, y de ellas al continente. Al año siguiente, ya afectaba a las vides de Vanclause; tres años después, asolaba Cognac.

Uno de los amigos de su padre se lamentaba:

–Ya mismo está en España. Pronto ese maldito bicho se paseará por nuestras viñas.

Su maestro en las faenas del campo era, por decisión de su padre, don José Galán, el ingeniero agrónomo que dirigía las fincas de la familia.

Llevaba unos pocos días instruyéndole, cuando le dijo:

–He mandado ensillar tu caballo porque quiero que me acompañes a visitar la finca que administra un amigo, compañero de la universidad. Presta atención porque vas a conocer el futuro inmediato del campo… Por cierto, nos va acompañar Álvaro, mi hijo. En unos pocos meses se va a licenciar también como ingeniero agrónomo y quiero que vaya conociendo la realidad del campo, no la que cuentan sus libros de texto, que no siempre coincide… Ahí viene.

Miró Mencía y vio que se acercaba por el carril un jinete montando una yegua castaña.

En cuanto llegó, lo primero que le llamó la atención a Mencía de él fueron sus ojos, negros y muy brillantes. No era inapelablemente guapo –pensó–, pero sus facciones estaban muy bien proporcionadas; como además era bastante alto y tenía un cuerpo esbelto le pareció muy atractivo.

–Mencía, te presento a Álvaro –dijo don José–.

Ella le tendió la mano a la vez que decía “Encantada”. Él la estrechó algo nervioso. Como es lógico, la conocía. La había visto cientos de veces en el señorío de la viña y paseando por los entreliños. Aprovechaba cuando ella estaba absorta en las cepas para contemplarla. A pesar de lo mucho que le gustaba nunca había hecho nada por hablar con ella, y es que le parecía tan hermosa como inalcanzable.

Se pusieron en camino. Un rato después, se adentraron en el carril de una finca muy extensa. Mencía conocía bien a los dueños, amigos de su padre, porque había estado varias veces en el cortijo, en fiestas organizadas por sus hijas, pero nunca había recorrido las tierras.

Nada más pasar el hermoso caserío, vieron una gran nube de polvo. Don José dirigió el caballo hacia el haza de la que procedía aquella tolvanera y Mencía y Álvaro le siguieron. Cuando estaban ya cerca, el ingeniero se desvió hacia un cerro cercano y, una vez allí, se apearon de las caballerías. El ingeniero les iba señalando con el dedo mientras les contaba:

–Mirad. Esas máquinas tan grandes de vapor son trilladoras Ransomes y aquellas otras que recorren el Haza del Agraviao, locomóviles Ruston. Están convirtiendo la agricultura en una industria… Y creando un problema social.

–¿Un problema social? ¿A qué se refiere, don José? –preguntó Mencía–.

–Los obreros piensan que las máquinas van a sustituirlos y se quedarán sin trabajo. Esta es una de las razones de la hostilidad que se ha desatado en el campo… Hay otras, pero esas deberás descubrirlas por ti misma.

Mencía se quedó extrañada durante un momento de la misteriosa respuesta del ingeniero. Después preguntó:

–¿Y usted cree que estas máquinas van a acabar con el trabajo en el campo?

–No, Mencía. Lo que ocurre es que los trabajadores tendrán que dejar el campo para dedicarse a oficios que ahora desconocen, pero que deberán aprender. Estos monstruos de hierro son solo máquinas y las máquinas necesariamente se averían, por lo que el trabajo de los mecánicos va a multiplicarse y, lógicamente, también el número de talleres. Además, será necesario abrir comercios que aseguren su mantenimiento: piezas de recambio, combustible… Las máquinas no van a traer más paro, sino oficios distintos. Solo los que no quieran adaptarse a estos nuevos tiempos perderán su trabajo; el resto, mejorará sus condiciones de vida porque se convertirán en obreros especializados y los dueños de fincas y negocios relacionados con el campo se los rifarán.

–¿Pero, entonces, por qué tienen miedo a las máquinas?

Álvaro se anticipó a su padre:

–Unos, porque no son capaces de ver lo que ha contado mi padre: si es raro encontrar un bracero que sepa firmar si no es haciendo una cruz, imagínate cómo van a entender de Economía; pero otros, porque sí lo intuyen y les da pereza cambiar un oficio del que saben casi todo.

Don José asintió con la cabeza.

Mencía y Álvaro –que tenía de ellas un mero saber libresco– fueron aprendiendo a realizar cada una de las veintinueve faenas necesarias para obtener racimos óptimos para el vino. A ambos les entusiasmaba por igual la vid y no dejaban de visitar juntos todos los pagos de la zona para comprobar no solo cómo maduraban las uvas de ‘Lavapájaros’, sino también las de las demás viñas. Así podían comparar y comentar después con el ingeniero los modos de injerto, de poda, de limpia… Don José volcaba todos sus conocimientos sobre ellos. Sobre él, porque era su hijo; sobre ella, porque le parecía admirable el amor que aquella muchacha sentía por el campo. Admirable y extraño en una mujer.

Con el contacto, Álvaro se había ido sintiendo cada vez más atraído por Mencía. Ella jamás manifestó sentir lo mismo, pero, con disimulo, no dejaba de dirigirle miradas. Admiraba su clara inteligencia que le permitía explicarle sencillamente el complejo proceso de germinación de las plantas… Cada vez le parecía más atractivo.

Cuando en los paseos de ambos a caballo por ‘Lavapájaros’ ella señalaba un punto a lo lejos diciendo “Aquella viña” él no miraba hacia donde señalaba, sino, de reojo, hacia su perfil recortado contra el fondo verde. Se encendía entonces tanto que en esos momentos solo le interesaba de la vid poder vendimiar los senos y el vientre de ella, todavía agraces.

A ella le pasaba lo mismo. Un día en la que él descabalgó para refrescarse la cara en el Bebedero de las Tórtolas, viéndolo empapado, pegada la camisa al cuerpo como una yedra húmeda por el agua que le rebosaba de las manos, Mencía sintió un enardecimiento interior, dormido desde el tiempo que pasó con Jacobo. No podía quitar la mirada de aquella cara chorreando, aquellos brazos de medida musculatura, aquellas manos finas y silenciosas…

En uno de los paseos de ambos con don José para comprobar la florecida de la vid, él advirtió lo que pasaba entre su hijo y Mencía. Se sintió profundamente preocupado: “Si el marqués también lo nota, no solo es que me despida a mí, sino que Álvaro nunca podrá ser mi continuador en la administración de sus fincas… Ni de las del marqués ni de las de sus amigos”, se dijo. Y es que don José sabía cómo se las gastaba el marqués con los empleados que despedía.

Una mañana de finales de julio, andaba Mencía desayunando, cuando oyó la voz de don José en un hipido:

–¡La filoxera! ¡Ha llegado la filoxera! Las yemas de las vides de los cortijos de Ducha y Torrox están atestadas de huevos. ¡El desastre, marqués, el desastre!

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