La tribuna

antonio Porras Nadales

El mantra del pacto

EL pacto, el acuerdo, el consenso se han convertido desde hace tiempo en uno de los grandes ideales de nuestro tiempo. El proceso de pacificación de la convivencia que impone toda lógica democrática parece exigir el desarrollo continuado de un esfuerzo de negociación y de diálogo entre distintas partes; y el pacto se configura así como un cauce abierto y civilizado que sirve para limar aristas, amortiguar conflictos y canalizar el desarrollo de la acción pública en sociedades pluralistas, evitando el desencadenamiento de tensiones "guerracivilistas".

Sin embargo, subyace a veces en la percepción de este prestigiado recurso un cierto desajuste metodológico: y es que un pacto no es en realidad un fin en sí mismo, sino un marco procesual a través del cual tratan de canalizarse determinadas propuestas o aspiraciones. Todo pacto tiene al final unos contenidos que son los que determinan finalmente la acción. Y en todo pacto o en toda negociación, las partes esperan siempre ganar algo; o al menos existe la posibilidad de que unos ganen y otros pierdan.

Por eso el pacto puede incluso acabar siendo a veces la piel de cordero tras la que se disfraza el lobo: aspiraciones ilegítimas, pretensiones egoístas, deseos hegemónicos o venales, se camuflan de forma atractiva detrás de la retórica del pacto. Sectores movilizados o activistas promueven la necesidad de "pactar" aquello que afecta o beneficia a sus propios intereses, aprovechándose a menudo de la indolente apatía que invade a las mayorías silenciosas, sobre todo bajo el dulce sopor del verano.

En un marco institucional como el que vivimos, donde los sectores gobernantes están siendo asediados (puede que con justicia) por un permanente ataque a su grado de legitimidad, donde la clase política resulta identificada con la interminable oleada de corrupción o con su incapacidad para dar respuestas efectivas a la crisis, la función de tutela de los intereses generales que se supone deben asumir los gobernantes puede verse debilitada ante las pretensiones inmediatas de ciertos sectores por negociar o pactar propuestas que, al final, pretenden beneficiar a sectores o intereses concretos.

Subyace así, detrás de la retórica del pacto, un conflicto latente donde a veces se sustancian pretensiones de hegemonía, aspiraciones egoístas o incluso el puro logro de beneficios sociales a favor de determinados sectores más poderosos o mejor organizados que el resto.

Afirmar ahora que el conflicto catalán se va a resolver fácilmente mediante la negociación o el pacto, no pasa de ser una pura voluta retórica. Quienes se han encargado durante años de atizar el fuego nacionalista y excluyente, pretenden ahora convocarnos de forma inmediata a un gran pacto antiincendios que atienda a sus "legítimas" aspiraciones. Un pacto "de Estado", se supone, donde incluso debería intervenir la Corona. Un pacto para aceptar lo que ellos han decidido por su cuenta, mientras se dedicaban a restringir las pretensiones pluralistas de la propia sociedad catalana; un pacto para que les digamos que sí a todo, o a casi todo, y donde por supuesto ellos serían de entrada los ganadores, no vayamos a dejarles en mal lugar porque entonces sería peor.

Y si todo ello no es posible, entonces acudiremos al gran pacto de los pactos: o sea, a modificar nuestras reglas de juego para que las pretensiones hegemónicas de cierta burguesía catalanista alcancen el reconocimiento de todos.

Cuando los términos de la partida resultan estar tan envenenados de entrada, engolfarse en la retórica del pacto no pasa de ser un intento de entonar una especie de mantra colectivo que nos permitirá alejarnos de la difícil realidad, para situarnos en el nirvana virtual de una armónica convivencia colectiva: la deconstrucción cubista de nuestro sistema territorial confirmada así bajo la pátina legitimadora del pacto.

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