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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Los momentos amigos

ANDAMOS medio locos, metiendo prisa a un tiempo que nos falta, apretando sensaciones que requieren espacio, desoyendo susurros que necesitamos, echando de menos lo irrecuperable y sin echar cuenta de lo que, hoy y ahora, no es recuperable… porque aún no lo hemos perdido.

Y buscamos, lo hemos hecho siempre, desde nuestros primeros años en el colegio, con las primeras relaciones de adolescentes, en los comienzos del vivir nuestras vidas por nosotros mismos, con la madurez, en la experiencia… siempre. Andamos, perdidos, en la busca de compañeros para un viaje que no siempre los necesita; puede que nosotros si creamos necesitarlos. Los encontramos… a veces; creemos encontrarlos… las más de ellas, ni lo uno ni lo otro… en ocasiones bastantes, ni las necesarias para que aprendamos la lección ni las suficientes para que estemos conformes… así es como somos, por encima de peculiaridades y condicionamientos, así… es como somos. Queriendo a veces serlo; dejando, otras, que sea lo que haya de ser; renegando de las que no quisiésemos que fuesen como son…

Y, entre tanta búsqueda, a veces inquieta, a veces desesperada, nos olvidamos de los momentos. Los momentos son esos pedacitos de tiempo que, por alguna razón, marcan nuestras vidas. Trocitos, chiquitos pero suficientes, de sensaciones que nos han hecho como somos, que han contribuido a armar nuestras expectativas, a reforzar cariños, a consolidar esperanzas. Se me ocurrió pensar en ellos…

Y, se me ocurrió, mientras pensaba en ellos; en el ninguneo, incluso olvido, al que relegamos a quienes, con alta probabilidad, podrían ser buenos amigos: los momentos nuestros. Esos que nos pertenecen y son parte de lo que somos, pero lo son, del todo y por fortuna, porque los hemos compartido, de corazón y hasta el hondo profundo, con aquellos que nos importaron cuando fueron suficiente como para ofrecerles pedacitos, de chocolate y miel, de los tiempos que nos suponen tanto como para hacer de ellos los ladrillos con los que construimos el hogar de nuestra existencia.

Sé de lo complejo e inusual que es dar con una amistad sincera. Aunque nada más fuese por esta innegable dificultad, tendríamos que emplear mayor cuidado y mucho más cariño en reconciliarnos, para siempre, con ellos. Estoy muy seguro que cuándo se nos ofrecen, su actitud es sincera; seguro, también, de que no persiguen sino acurrucarse en el regazo de quien los engendró, buscando lealtad en un compañero de viaje con idéntico destino al propio.

Entre los demasiados errores que arrastramos, hay algunos innecesarios. Todos son innecesarios, por eso son errores, pero hay algunos que nos sería relativamente sencillo evitar; es a esto a lo que me refiero. Reconciliarnos con esos, nuestros momentos, entre ellos.

A veces se trata de instantes que se revelan incómodos, no debería ser un problema. Si lo que despiertan es una sensación desagradable, ardua o embarazosa, está bien: nos enseñan pautas que no hemos de repetir, actitudes no deseables o decisiones equivocadas. Si nos regalan alegrías ya pasadas, gozos casi olvidados o felicidades que pensábamos dormidas… entonces nos obsequiamos con lo que más nos falta: retazos de tiempos que fueron buenos. Y, la amistad, hay que trabajarla para que permanezca. Es un asunto entre dos: ni dura ni se hace fuerte ni crece, si no se riega con las voluntades de ambas partes.

Aunque lleguemos a creer que es así, ellos, nuestros momentos, no van a estar ahí, en continua espera, si no hacemos porque lo estén. Como todo en las vidas que ocupamos, tienen fecha de caducidad; retrasarla o incorporar su permanencia a la nuestra sólo depende de que les tendamos la mano del recuerdo, algo tan necesario como poco frecuente; porque suele ocurrir que en lo más cercano aguarda lo que imaginamos lejano.

Se trata de no dejar que la vida pase, hay que pasar con ella. Parte de la imprescindible perspectiva, sin la que no sería factible acercarnos a la coherencia, descansa, no se esconde, en los instantes, significativos por la razón que sea, que hemos vivido. Acerquémonos, hablémosles, sonriamos con ellos, recuperémoslos, volvamos a quererlos… Son más que una parte de nosotros, somos nosotros mismos: lo que entonces fuimos nos trajo a lo que hoy somos. Se lo debemos, nos lo merecemos, también.

Ser amigo de nuestros momentos es querer nuestro recuerdo, acariciar la memoria que nos hizo; esto está bien.

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