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Tierra de nadie
El segundo de los grupos lo forman los intentos por modificar esa realidad que nos proponemos eludir ¿Cómo lograrlo, como conseguir cambiar la realidad?, ¿cómo alterar lo que percibimos como cierto, lo que vemos o tocamos, el presente que sentimos tangible y real? En el momento en que lo consiguiéramos, la nueva certeza sería la certeza nueva, la anterior, la que ya habríamos cambiado, dejaría de ser lo real… Sin embargo, parece que ocurriera como reza aquello que en tantas ocasiones hemos oído mentar, ¿recuerdan?: “la ficción a menudo supera a la realidad”
Los tiempos virtuales en los que vivimos parece que nos dan mucha parte de la siempre imposible razón absoluta que, en alguna otra vida, nos encantaría no poseer, pero sí conocer. Esa realidad virtual, que ya nos es familiar, no es otra cosa que un proceso en pos de cambiar la realidad y sustituirla por otra: la realidad no real, una que nosotros decidimos, fabricamos y escogemos, no con la que, ¿sin poder elegir?, nos encontramos.
Cuándo nos sentamos delante del televisor -digamos que somos algo sensatos y sólo lo hacemos parar ver un buen documental o película que tenga algo válido para ofrecernos-, pongamos como ejemplo, para no coincidir con el halcón que utilizó el maestro J. A. Marina en el ensayo que ya hemos mencionado: el paso de los ñus por el rio “Mara”, entre el “Masai Mara”, al el sur de Kenia, y el “Serengueti”, al norte de Tanzania. Al ver los antílopes metiéndose en el agua, dando saltos, para evitar los cocodrilos que los acechan, estamos contemplando una realidad que no es real, y nos explicamos. Lo que vemos no es un ñu real, las colas de los animales agitándose no están a unos metros de dónde nosotros estamos, el agua que casi esperamos nos salpique, no moja el salón de casa, los cocodrilos que se acercan, marcando estelas en el agua, no están en la delgada pantalla en la que se dibujan las imágenes que percibimos; todo es una realidad transmitida, ausente, en tiempo y lugar, de la realidad que fue; sin embargo, la vivimos como cierta, como lo real que no es. La capacidad tecnológica que hemos alcanzado hace que esto sea posible, pero también muchos otros derivados, no tan inofensivos ni didácticos, que se utilizan parar abstraernos, de lo que nos resistimos a padecer, con fines por completo ajenos a nada que tenga que ver con el altruismo, la compasión o la generosidad. Pero también nos servimos de ella nosotros mismos, de modo voluntario y conciencia plena, mediana o desdibujada, de lo que estamos haciendo y de por qué lo hacemos.
Es entonces, al intentar salvar la circunstancia de una realidad que aborrecemos y tememos, cuando estamos tratando de modificar la realidad que no queremos. Buscamos refugio en el mundo virtual que escogemos, para huir y procurar olvidar en el que vivimos, más nuestro, y real, pero que no se ajusta al ideal que perseguimos.
Si regresamos al anterior ejemplo de la muerte, en este segundo grupo se encontrarían los que así argumentan: morir es lo que da sentido a la vida …, la muerte no puede ser mala si es el último de los males…, morir es volver a lo que fuimos: la nada…, no soportaríamos la eternidad… Y así, desde cínicos a estoicos, de platónicos a existencialistas, de agnósticos a materialistas, encontramos un sinfín de alegatos en desesperada búsqueda, aunque nunca lo reconocieran, de matices que transformen, cambien o transfiguren una tremenda y apabullante realidad que no quieren, no queremos, aceptar: la muerte, inevitable, irremediable e inaplazable, sí, también inaplazable.
En el grupo tercero estarían los que niegan la realidad que nos esclaviza. La negación es la forma extrema de la modificación: alteramos lo que nos inquieta hasta el máximo, para
tratar de que la vuelta atrás no sea posible. Poder negar la muerte supondría liberarnos de ella.
No obstante, si meditamos sobre lo que acabamos de sugerir, llegaríamos a la conclusión de que no es la propia muerte la que nos provoca miedo, es el significado que le hemos dado a la muerte, aquello que entendemos por morir, lo que nos impone y estremece. No podría ser el hecho de morir, porque no sabemos lo que implica. Sabemos, sí, que nos vamos, para nunca regresar, de la vidas en las que otros siguen, poco más.
Para negar la muerte los humanos, los que recurren a esta solución, se sirven de diferentes métodos, aunque todos tengan una característica común: convertirnos en inmortales. Sería necesario, para que fuese factible, contar con la facultad de pasar desde la vida que conocemos, y tenemos, a cualquiera que sea la, o las, que después nos esperasen, para poder así continuar viviendo.
Hay quien contempla lo que nos hace ser lo que somos, como la conjunción de un cuerpo -material- y un alma -espiritual-, consintiendo que sea el cuerpo el que muera y otorgando al alma la posibilidad de continuar siendo por encima de la muerte. De este modo, esa parte consustancial de nosotros, no sujeta a la desaparición absoluta y permanente, seguiría con su caminar sin conocer la finitud de lo infinito.
En efecto, si no morimos, viviremos para siempre. No existiría, en ese mundo, la dimensión temporal, el Tiempo no dispondría de tiempo con el que someternos, no tendría acceso a la realidad en la que viviríamos: seríamos eternos, habríamos vencido a la muerte.
Otros hay que quieren creer en la reencarnación. Nuestro espíritu, cuando el soporte que lo mantiene, el cuerpo, llega a su fin, habitaría un soporte nuevo, bien otro cuerpo humano, bien animal, o incluso vegetal. El ciclo se repetiría hasta el fin de los tiempos, o hasta un Tiempo que no tiene fin. De modo distinto al anterior, pero seríamos también inmortales.
La tercera, por no meternos en camisa de once varas, posibilidad sería la que sostuvo Platón, que coincide, en algunos aspectos, con la primera a la que nos hemos referido: el alma es inmortal, pero con un matiz diferenciador importante: el alma no es que no muera, es que existe desde siempre, no tuvo principio ni tendrá fin. Lo que conocemos, dice el fundador de La Academia, son recuerdos de las vidas anteriores que tuvo el alma que ahora tenemos.
Hemos de terminar, se agota el espacio, y tendríamos mucho aún por contar. Diremos que, aceptando, mientras no acaben convirtiéndose en patológicas, la devaluación y la modificación de la realidad que nos supera y asusta, y pensando en la tercera, aquella que la niega: ¿de qué nos serviría negar lo que no podemos evitar?, lo cierto es que si caes de un quinto piso, mueres; lo cierto es, también, que no hay ser vivo inmortal, lo comprobamos todos los días. Por otra parte, ¿para qué ser inmortal sin la consciencia de seguir siendo los que fuimos?, lo cierto es que si mi alma no muere, pero no recuerda que fue quien yo fui, a los efectos que nos ocupan, yo morí; y si me reencarno en canguro australiano, pero sin conciencia de que es mi espíritu, es decir “yo”, el que ahora salta y salta … “yo” ya no estaría, no estoy, ni allí ni aquí.
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