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El sin par Goethe escribió una obra maestra que tomó forma de novela, “Las afinidades electivas”, en cuyo título me he inspirado parar hacer lo propio -poner nombre- con este modesto artículo; si bien buscando el antónimo de “afinidades”, para adaptarlo a lo que aquí voy a tratar.
En la química que rige en la Naturaleza observamos como hay elementos o minerales que de modo natural se repelen o se atraen, al igual que ocurre si acercamos dos imanes, o si lo hacemos con uno de ellos y un metal. Semejante sucede, a nuestro entender, con los humanos, en general.
Hablamos de sentimientos, algo siempre íntimo y delicado y, a menudo, complicado. Pensamos, con seguridad lo creemos, que no se puede obligar a nadie a enamorarse de alguien, que no es posible mandar sobre las pasiones que se asientan en nuestros corazones -se pueden moderar o contener, podemos disimularlas, esconderlas o negarlas; pero lo que no se puede es dejar de sentirlas, sea para bien sea para nuestro propio mal-, podemos querer, pero no se puede forzar “el querer” ni el ser querido tampoco.
Del mismo modo opinamos que así como no se puede evitar el desamor, tampoco es posible impedir la antipatía o soslayar la evidente disimilitud. Podemos fingir en la actitud, enmascarar la aversión, algo que en las relaciones sociales obliga la cortesía, se puede “hacer como que no” resultan insoportables los que a nuestro sentir lo son, algo que implica la buena educación; pero lo que no podemos es comulgar con ruedas de molino: no entran por la boca, no caben en el tubo digestivo, es contraproducente, seguro que malsano y puede que hasta nocivo.
Hablando en plata les digo que no podemos convivir en paz y serenidad con quien, por algún motivo, sea razonable o no, consideramos enemigo, desagradable, inapropiado o mal amigo. Tomemos enseñanza de lo que la experiencia nos muestra.
Sucede que la obligación de familia, los convencionalismos sociales, tal vez las conveniencias, el “ no quedar mal”, los compromisos mal entendidos, el “qué dirán”, aquello que no nos resulta fácil confesar, la inquietud por una posible enemistad, o lo que los demás puedan llegar a pensar; cualesquiera de estos necios, absurdos y deficientes argumentos, ofrecidos como pretendida explicación, parecen ser suficientes para “convencernos” de alterar nuestra actitud hasta el punto de “aceptar” a quien no aceptamos; compartir con quien nada, en común y de verdad, compartimos; asentir a lo que negamos; volver la cara en lugar de gritar contra lo que despreciamos; o hasta “querer” a quien no sólo no queremos sino que repudiamos. No es sino hipocresía pura, cinismo virginal -por auténtico y no pervertido- con plena conciencia asumido, farsa canalla, falsedad permitida, maldecido engaño de quien burla lo auténtico por venerar la mentira ¿Es éste el modo en el que queremos “ser”?, ¿ésta la manera de comunicar y sentir la exigua vida que tenemos para compartir?, desde luego, yo no.
No queremos, si lo podemos evitar, dañar a quien apreciamos o amamos; pretendemos llevarnos bien con los más; deseamos ser merecedores de respeto y consideración, y todo esto está bien. Pero también lo está el no comulgar con quien no compatibilizamos; el disentir, a las claras y sin subterfugios, con quien discrepamos; el apartar de nuestra vida a quien nada nos aporta, salvo duda, sospecha y preocupación; en repudiar a quien despreciamos, que siempre alguno por ahí hay.
Tenemos el mismo derecho a querer y amar como a no querer o dejar de amar. No es de “mala persona”, no se trata de rencor ni de venganza ni tampoco de odio; es una simple cuestión de lealtad a la coherencia que nos debe guiar. Practicar las recusaciones electivas es tan necesario para conservar nuestro bienestar espiritual, como lo es recurrir a las afinidades que tenemos con los demás.
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