Roma

Postrimerías

06 de mayo 2025 - 03:06

Acuñado a comienzos del siglo XX, el concepto de la Antigüedad Tardía como periodo situado entre dos edades, pero dotado de una singularidad propia que va más allá de las fechas convencionalmente aducidas, recibió un impulso esclarecedor con la publicación de un libro ya clásico de Peter Brown donde el historiador irlandés desmentía el habitual patrón de la decadencia para mostrar la continuidad –la lenta metamorfosis– de la cultura antigua en el Alto Medioevo. Roma no cayó o no cayó del todo cuando Odoacro depuso al último emperador de Occidente. Ya antes, refundada por Constantino, la antigua ciudad griega de Bizancio se había convertido literalmente en una Nueva o Segunda Roma que llevaría el nombre del impulsor del Concilio de Nicea durante más de mil años, hasta su definitiva conquista por los otomanos. Estambul siguió siendo la capital de un Imperio que los sultanes de la casa de Osmán –Mehmet II el Conquistador, emparentado en parte con sus predecesores, se proclamó César– consideraban heredero del bizantino, o sea de la Roma helénica, refugio de la cultura grecolatina y la cristiandad ortodoxa que luego de su progresiva declinación y final captura renació de otro modo de la mano del islam, dominador desde la Sublime Puerta de vastísimas extensiones de territorio que incluían amplias zonas de Europa. Tras la caída de Constantinopla, el mito o la ensoñación de la Tercera Roma encontró acomodo en Moscú, alzada como las anteriores sobre siete colinas. Desde poco después del hundimiento del Imperio de Oriente, la idea de Rusia como bastión de la civilización y el cristianismo –hoy recuperada por los brujos que nutren el abominable discurso del nuevo zar, surgido de las cloacas de la era soviética– se mantuvo durante siglos como medio de forjar una identidad mesiánica, a la vez símbolo de poder y emblema de resistencia. Pero la vieja única Roma, incluso en las épocas en las que dejó de ser sede del papado, durante las convulsiones que precedieron a la Unificación italiana o en los pomposos y disparatados años del Ventennio, siempre fue el centro del orbe católico, y esta herencia directa se aprecia muy claramente en la Iglesia que seguimos llamando romana, no sólo por el uso del latín que se conserva, aun menguado o ya residual, como lengua franca en la liturgia de la misa tridentina, en el derecho canónico, las encíclicas o los tratados de teología. Leemos estos días muchas banalidades sobre el Cónclave, pero lo que impresiona, lo que trasciende las maniobras de los cardenales e incluso a los propios papas, es lo que la institución, cabeza de una fe universal y dos veces milenaria, muestra de la pervivencia del mundo antiguo.

stats