La extensión del desastre social y económico -se obvia ya el sanitario- está cobrando tales dimensiones que, de alguna u otra manera, nos afecta a todos. Las llamadas telefónicas de estos días, tan socorridas para sobrellevar el encierro, nos van transmitiendo poco a poco, no ya un recuento de pérdidas que, afortunadamente, no están siendo demasiadas por aquí, sino, sobre todo, la noticia de cómo las consecuencias de esta debacle van alcanzando cada vez a más personas de nuestro entorno, con sus nombres, apellidos y rostros. Supongo que, dada la magnitud, cada cual tiene caras que ponerle a la crisis. No hay que ir muy lejos para encontrarlas y necesario será que actuemos de forma solidaria en el tiempo que se aproxima. Dentro de esta generalidad, hoy quiero poner el énfasis en un grupo que me es cercano y que está siendo olvidado entre las prioridades y medidas que se toman. Me refiero al mundo de la cultura, y más concretamente, al de la música y el flamenco, sectores con los que me unen más lazos. Según pasan estos días tan monótonos, no paran de venirme a la mente los nombres y los rostros de muchos artistas: cantaores y cantaoras, guitarristas, bailaoras y bailaoras que, con citas cerradas, deberían haber estado pasando estas semanas girando por el mundo y se han encontrado con todo cancelado. De forma acertada, una de estas artistas, Eva Yerbabuena, decía no hace mucho que los flamencos están acostumbrados a vivir en la incertidumbre, a tener dos cosas en una semana y no saber cuándo habrá más. Ahora, desgraciadamente, lo que viven es lo contrario: la certidumbre de que no van a tener nada en no se sabe cuánto tiempo. Las actuaciones, los cursos, las giras constituyen su sustento vital. No se come del arte, sino del trabajo que éste proporciona. No se puede, pues, olvidar a este sector, que es también productivo.

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