Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
En la memoria del niño, resuenan estos versos sencillos, recitados tantas veces en los labios de su madre: “… en una tarde de marzo/algo lluviosa y muy fresca/se paseaba María/a eso de las tres y media./ Es miércoles de ceniza/primer día de Cuaresma/y se le nota en la cara/ que de ceniza la lleva./Y ya dando tropezones/ ya nerviosa e inquieta/va preguntando a la gente/donde está la calle esa/que le llaman Santa Paula/ porque no tiene ni idea….”. Era Sor María Magdalena, tía Maruja en el siglo, monja menudita y alegre de mirada inteligente.
Mis recuerdos de la infancia están unidos al Monasterio de Santa Paula de Sevilla. Allí hicimos la primera comunión, allí nos llevaban en duermevela a nuestras primeras misas del gallo, allí volvemos de cuando en cuando para reencontrarnos con lo mejor de la ciudad. Fundado hace ahora 550 años, que se dice pronto, su historia está escrita con nombre de mujer. El de Ana de Santillán, quien fundara la Orden gracias a una modesta herencia sobre la regla Jerónima por su devoción a la Santa Paula romana, con quien guardaba ciertos paralelismos: las dos perdieron un hijo y después enviudaron. El de Isabel Enríquez, esposa del condestable de Portugal, quien sobre las huertas donadas por la anterior edificó la magnífica iglesia, crisol de la mejor cultura sevillana, del Renacimiento al Barroco, donde se pueden admirar la obra de artistas de épocas distintas como Pisano, Mena, Montañés, Felipe de Rivas y hasta Cayetano Gonzalez. Y el de Sor Cristina de Arteaga, aristócrata, intelectual, académica de Buenas Letras, que pocos saben fue la primera mujer en defender una tesis doctoral en España.
El otro día, con motivo de la misa de acción de gracias celebrada en el convento, el arzobispo, en acertada metáfora, hablaba de Santa Paula como “lámpara que arde sin consumirse” en medio de la ciudad. Y esa es, en verdad, la aportación de estas comunidades calladas a la sociedad. Detrás de aquellos muros blancos se esconde un verdadero tesoro del que tanto nos habló el recordado Ismael Yebra: Belleza, cultura, trabajo, oración, caridad… Hasta el mestizaje que le dan las hermanas venidas del otro lado del mundo (en Santa Paula, de la India, con Sor María Antonia como nuestra embajadora) hace más evangélica, si cabe, la historia de este hermoso legado que no podemos perder.
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