Nos queda mucho para poder digerir el desastre y el drama de Afganistán. Ni siquiera tengo claro que yo pueda terminar esa digestión algún día: esto es solo un comienzo o, mejor dicho, es solo un capítulo más en el triste decurso de un país fallido que entró en la Historia, como tantos otros, al servicio de los mejores, los más ricos y los más guapos. Mis estudiantes recordarán cuando les hablaba en clase de un cierto estado-tapón (menudo tapón estratégico de imponentes montañas) diseñado por los europeos del XIX para dirimir un quítame allá esas pajas fronterizo entre rusos expansionistas e ingleses asentados en la India. Desde entonces, Afganistán, siempre violentado, dividido y engullido por las potencias extranjeras, aparece y desaparece de los medios de comunicación sumido en una espiral caótica de intervencionismo, guerra y empobrecimiento. Es imprescindible recordar: en los ochenta, para combatir la presencia soviética, no se dudó en armar e instruir a las guerrillas islámicas más nacionalistas e integristas o, lo que es lo mismo, a los padres muyahidines de los talibanes de ahora. De esos barros, acumulados durante décadas, vienen estos lodos.

Pobre, analfabeto, geográficamente encerrado, acosado por mil y una fronteras beligerantes y fragmentado internamente en territorios que son, en pleno siglo XXI, auténticos feudos medievales, Afganistán ha generado, a fuego lento, tremendos anticuerpos contra la democracia. Anticuerpos peligrosos para él mismo y para el resto del planeta, pero que han brotado como una erupción natural e imparable ante tanto despropósito de todo signo. Anticuerpos que demuestran, una vez más, la imposibilidad de inocular la democracia por la fuerza allí donde no han prosperado mínimamente la educación, la equidad social, la dignidad humana y la tolerancia. No es casual que tanta iniquidad flote sobre bolsas de petróleo y gas natural y que tanta hambre esté rodeada de minas de esmeraldas, campos de adormideras y yacimientos de uranio y litio. La especulación y el comercio ilícito han venido a completar el conjunto trágicamente, porque a los países pobres, como a los perros flacos, todo se le vuelven pulgas.

Ahora las pantallas, a destiempo ya, nos restriegan el espectáculo dramático y previsible de los refugiados, al que se suma ese otro drama invisible y silencioso de los que ni siquiera pueden refugiarse. Ahora los rotativos nos devuelven, nuevamente, la solidaridad de unos y la falta de compasión de otros, de esos otros de izquierdas o de derechas que algún día también buscaron refugio y lo obtuvieron, pero que ya lo han olvidado. Ahora toca, no menos, mirar dentro de nosotros mismos, severamente, sin anestesia, no sea que también tengamos dentro un pequeño talibán agazapado.

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