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Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Del abatimiento a la frustración

Si, en los dos artículos anteriores, escribíamos sobre la lealtad, lo haremos ahora sobre las consecuencias, algunas, que el quebrantamiento de la primera ocasiona en quienes lo han de sufrir.

Los “grados”, hemos de calificaros de este modo, en los que apreciamos la lealtad de quienes la esperamos, son tan diversos como, a veces, imposibles. No es una cuestión de consanguineidad ni de duración en el trato ni tampoco de continuidad en el mismo, me atrevería a decir que, las más de las ocasiones, la lealtad, intuida, esperada, o exigida, tiene que ver con la intensidad de los lazos que nos unen con la persona de la que esperamos, confiamos o necesitamos esa lealtad; las secuelas de su ausencia o quebrantamiento serán tanto más graves y complejas cuanto más profundo e íntimo sea el sentimiento que nos une, o así lo pensábamos, con quien o no lo consideraba así, u olvidó lo que suponía parar nosotros, o, simple y terriblemente, escogió, por el motivo que fuese, la traición a la fidelidad consecuente.

Sentirnos engañados por alguien sólo alcanza relevancia suficiente para llevar nuestro bienestar anímico hasta el abatimiento, si la conexión espiritual, en todas sus múltiples variedades posibles, con la persona desleal ha sido esencial en nuestra vida; si nuestra relación con esa persona ha sido determinante en el pasar de los días, igual da que hayan sido años como uno solo de esos días. De modo que ni cualquier decepción es un desengaño ni cualquier desengaño se puede considerar deslealtad, ya que no cualquiera alcanza, en nuestra consideración, el “rango” suficiente como para caer en lo desleal: lo largo y oscuro de la caída dependerá de la profundidad del pozo.

Las desilusiones, como tales, no son deslealtades. Es bien cierto que estas últimas conllevan, en mayor o menor grado, algo de las primeras, pero no debiéramos confundirlas ni tampoco mezclarlas. El desencanto conlleva una contrariedad afectiva, pero no implica las devastadoras derivaciones que muy a menudo viajan amarradas de la mano que nos tendió el desleal; aquellas son superficiales rasguños, que sangran, sí, pero apenas y por tiempo exiguo, estas son hachazos capaces de cercenar hasta lo irrecuperable, incluso lo vital.

Sobrepasada la melancolía, sumidos en la profunda tristeza del inevitable desconsuelo hijo de la traición desleal, lo irremediable es la pregunta: ¿por qué? Consulta, esta, a nuestra conciencia, siempre presente cada una de las veces en las que el destino, o el azar, o ambos, se ceban con quien creemos no merecerlo: nosotros.

¿Por qué a mí?, ¿por qué él, o ella … ?, ¿me equivoqué con esa persona … ?, ¿hice algo que no debiera …?, ¿no reaccioné a tiempo …?, ¿cómo no me di cuenta…? Preguntas, todas, sin respuesta definida: la pócima de la que bebió el desleal contiene, muy probablemente, todos los ingredientes, pero ninguno en grado definitivo.

“Las cosas siempre suceden por algo”, nos dicen; el problema es que creemos “necesitar” conocer esa razón para reunir arrestos y fuerzas que nos ayuden a salir a flote. Pero no hay respuesta convincente, capaz y suficiente parar aliviar la angustia que nos puede sosegar el desaliento o confortar la desolación. No hay solución en una respuesta imposible. Las cosas, sí -yo, al menos, así lo creo-, ocurren siempre por algún motivo, lo que también sucede es que ese motivo escapa, más que a menudo, a nuestro intuitivo entendimiento.

No es la resignación, tampoco, la vía de escape que facilite el regreso a lo habitual de lo cotidiano, si a veces repudiado, ahora anhelado. Resignarse es aceptar lo, en este caso, inaceptable, asumir la zozobra inquietante de una ansiedad insoportable, consentir en lo intolerable, someterse a lo insufrible…, no, no es factible el estoicismo suicidad que el conformismo implica.

Queda, pues, adaptarse, que no supone otra cosa más que cambiar nuestra actitud. Hacerlo no tiene porqué implicar aceptarlo. Rebelarse contra lo acontecido, ser conscientes, y sufrientes, de la situación emocional en la que estamos y somos, sin considerarnos responsables de ella, nos lleva a sumergirnos en la realidad que será a partir de ahora, esa que siempre fue y nunca vimos; pero es de necesaria urgencia saber que es en ella en la que tendremos que continuar existiendo, puede que ya no siendo tal y como veníamos siendo, seguro que sintiendo de otro modo diferente, tal vez en una frágil inseguridad que no querríamos: las heridas pueden curar, las cicatrices permanecen; sin embargo, no hacerlo, permitiría que el abatimiento nos empujarse a un abismo del que no podríamos salir.

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