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Es una reflexión algo compleja, pero que me he hecho en repetidas ocasiones, cuando, sentado ante una de las muchas maravillas culinarias que podemos disfrutar en innumerables restaurantes españoles, me surge la duda de si una absoluta delicia como la que estaba comiendo, podría salir de un espíritu que ha perdido su brillo.
Algo importante: he de comenzar por establecer lo que, para mí, y en términos generales, significa 'no ser buena persona'. Algo próximo a ser mala persona, pero no exactamente lo mismo –de ahí mi empeño en diferenciarlo-. 'No ser buena persona' es haber elegido, no por completo, pero sí en las dosis suficientes como para merecer estar incluido en el calificativo al que ahora me refiero, la vanidad –no ser humilde lo suficiente-, el egoísmo –no ser lo bastante generoso-, la ingratitud –no ser agradecido, cuando se hubiese debido, en la medida en la que se debiera haber sido-, y la deslealtad –no ser honestamente consecuente con quienes estuvieron cuando casi nadie estaba-. Ser mala persona es, directamente, ser un canalla, sin más. Insisto en tratar de distinguir, aunque sea de manera más o menos sutil, el sentido de ambas expresiones; dentro de lo difícil que resulta intentar objetivizar algo que depende de la apreciación personal de cada uno y, por lo tanto, es subjetivo.
Aclarado esto, pasemos al fondo de la cuestión: la perfección es hija de la voluntad, el esfuerzo, la persistencia y también, por qué no, de una imprescindible dosis de delicadeza; puede, incluso, que una pequeña porción de ADN al que se haya agarrado la fortuna también tenga algo que ver en el asunto. Unos huevos fritos con patatas, chorizo y pimientos, son siempre un platazo, pero pueden llegar a lo sublime, e instalarse allí, si la materia prima, los condimentos, el cuidado, tiempo y cariño empleados en cocinarlos, los llevan hasta allá, ¿sí o no?
Es quien atesora la capacidad de transmitir lo que lleva dentro, si la circunstancia fuere que lo que haya de ser compartido albergase los valores que lo hagan merecedor de ello, quien está en la condición de regalar el arte al que ha podido, sin duda con todo merecimiento, acceder. Nosotros, los demás, sólo podemos agradecer su maestría y dar buena fe, que no es poca cosa, de ella. Luego… a veces… llega el dilema, al menos, a mí me llega el dilema.
Es muy probable que sea una estupidez, nuestro mundo está bien surtido de artistas geniales que, para nada, han sido personas buenas; lo sé, lo que ocurre es que mi pasión por la gastronomía tiene un marcado carácter 'animal', y me explico: amo el arte, todo el arte y en todos sus distintos modos de manifestarse. Me apasiona la literatura, me absorbe la música, me disloca la pintura, me maravilla la escultura, me asombra la danza, me asombra la arquitectura y…me embelesa el cine. El buen yantar, no sé por qué razón, no está entre estos elegidos, pero yo, sin rubor alguno, lo coloco en ese Olimpo, hogar de excepcionales maravillas. La causa que genera ese componente, si queremos llamarlo así, 'menos espiritual', más amarrado a nuestros básicos instintos -al que poco antes me refería- que envuelve mi pasión por la buena mesa, hay que buscarlo sin duda entre las hélices de proteínas que conforman mi ADN: ¡lo llevo en la sangre!
Sé, como escribía, que la Historia, y el presente, están bien surtidos de artistas - ¡extraordinarios artistas! - absolutamente insoportables; en la mayoría de los casos que se han dado, y se dan, su miseria ha sido la vanidad: éxito, fama y dinero es una combinación adictiva, cegadora y muy peligrosa, no tendría, ni tiene, por qué pero es muy fácil que así resulte. Para no perderse, como persona de bien y como buena persona, en el oscuro laberinto al que, sin excepción, conduce la vanidad, es imprescindible contar con inteligencia -en porciones sobresalientes-, fortaleza de carácter, y humildad. Tal vez sea demasiado… para muchos lo es, si lo hemos de unir a esa genialidad de artistas que han roto moldes y, sin paliativos, triunfado en el universo de los fogones; pero quien no disponga de estas cualidades y haya sido llevado en volandas por el remolino de los éxitos a los que me he referido, sin duda verá como su condición de buena persona se va gangrenando, hasta alcanzar la septicemia total, y fatal…
Pensaba sobre todo esto que les digo, mientras alcanzaba éxtasis gustativos sentado a la mesa de uno de los muchos grandes que en España tenemos. Le daba vueltas, porque he tenido ocasión de conocer, en persona, a bastantes de los 'multiestrellados' 'michelines' de nuestra patria, algunos de ellos los he visto nacer y crecer en sus cocinas, desde la nada; a otros los he cruzado en mi vida siendo ya reconocidos maestros. Unos y otros, otros y unos, han alcanzado la cima, se han encamado con la gloria, tocan con las yemas de sus dedos las delicias que sólo están al alcance de unos pocos elegidos…sí, pero… Pero, hay quien ha ido descomponiendo sus principios a medida que escalaba los peldaños del triunfo.
La respuesta a la pregunta que daba título a mi artículo es: sí. Claro que se puede ser un 'monstruo' en los fogones y no ser una buena persona, pero es una verdadera pena -mucho mayor, cuándo tenían posibilidades de serlo… buenas personas, digo, excelentes 'chef' ya sé que lo son.
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