Alberto Núñez Seoane

De la dignidad

Tierra de nadie

10 de junio 2024 - 05:10

A veces, el diccionario o no está muy acertado, o no alcanza a explicar, con propiedad, el significado de la palabra que buscamos. De la dignidad, dice que “es un valor intrínseco que trae consigo el ser humano al nacer”. “Valor intrínseco” es demasiado generalista, “que trae consigo el ser humano la nacer”, no delimitaría la necesaria exclusividad entre éste y otros posibles valores, que también pudiera traer consigo el ser humano al nacer.

Hay quien dice que la dignidad humana, para serlo, requiere de cuatro valores: libertad, igualdad, solidaridad y seguridad jurídica. Tampoco estaremos muy de acuerdo con esto. Es seguro que sí con el primero, la libertad, en cuanto al resto, en nuestra opinión, atañen más a “lo justo”, y necesario, que a “lo digno”. Pero para gustos están los colores, si bien hemos de seguir teniendo en cuenta, por muchos colores que se quieran añadir a los siete que muestra el arco iris -otra cosa sería si de tonalidades hablásemos-, que el blanco es blanco y el negro no es blanco, si no negro.

Diríamos que por “dignidad” entendemos los valores indispensables para que conformar la condición del hombre como humano sea factible, para poder tener respeto por ti mismo: libertad, justicia y lealtad. El hombre, como dijo Jean-Paul Sartre, “está condenado a la libertad”, sin ella no es posible que el ser humano lo sea en propiedad y plenitud. La Justicia, es lo que hace posible la libertad; sin ella, imperaría la ley del más fuerte, más oportunista, o más ruin; sería ley … de la jungla, pero no justa. En cuanto a la lealtad, ¿qué decir …?, muy poco se llega a ser sin ella; comienza por uno mismo y se completa con la debida a quien la merece. Sin la coherencia que implica no somos si no veletas, vueltas al favor del viento que con más fuerza sople.

La dignidad , con la que el hombre nace, se hace imprescindible para el desarrollo de la persona, del individuo como ente aislado, aunque social, inmerso en el mare magnum del mundo en el que le ha tocado vivir. Es, pues, la conservación de la dignidad, condición irrenunciable para el sano, correcto y deseable progreso del ser humano durante su existencia y, también ¿por qué no?, del recuerdo que, después de muerto, pudiera permanecer entre los que no lo olviden.

Como con todo, más si de lo intangible hablamos, resulta improbable que encontremos siquiera dos opiniones coincidentes sobre lo que la dignidad supone. Unos incluirán en el concepto que de ella tengan, principios, valores, virtudes o convicciones que otros se apresurarán a excluir. Tal vez, los más, asimilemos “lo digno” a “lo íntegro”, “lo decente”, “lo decoroso”, y lo anteponemos a la bajeza o la vileza, a “lo ruin” o a “lo mezquino”. Por “activa” o por “pasiva”, creo que todos sabemos de lo que estamos hablando y que hemos acotado, lo suficiente para un breve artículo de opinión, el concepto de “dignidad”.

Viene ahora la segunda parte del asunto que hoy nos entretiene: la posible pérdida de esa tan deseable e imprescindible dignidad.

El desastre que conlleva perderla, puede deberse, según nuestro criterio, a dos causas, tan diferentes y distantes entre sí, que entre ellas se interpone un abismo sin fondo perceptible que las separa: la una es debida a “merecimientos” propios, la otra a la intervención ajena. Si este último caso es muestra de lo espantoso que puede alcanzar la condición humana, muy capaz de privar de dignidad a sus semejantes condenándolos a existir como “no personas”, puesto que tampoco es persona, en plenitud y propiedad, quien no la posee; el primero de ellos, aquel en el que es uno mismo responsable de la indignidad en la que se revuelca, es del todo repugnante y vomitivo, inasumible e imperdonable.

Todos -diríamos que sin excluir ni uno solo- los que se encuentran en este caso, actuando como ejecutores de su propia dignidad, tendrán bien a mano alguna mendaz excusa con la que, de modo miserable como corresponde a la condición que ahora tienen, “explicar” o “disculpar” su repulsiva actitud; todos tratarán de “justificarse” ante el corrupto tribunal de sus enmierdadas conciencias, inventarán, adulterarán, mentirán y se engañarán, falsearán y se desnaturalizarán, aún más de lo que ya están, para “conseguirlo”. Son caso perdido, por desgracia, abundante hasta el asco y prolífico hasta la desesperación.

Aquellos a los que sus “hermanos” de especie les robaron la dignidad, ninguna responsabilidad, ni culpa alguna tienen en la tragedia. A quien privan, sin motivo suficiente, de libertad; a quien a la injusticia someten; quien se ve privado de su derecho al trabajo y con él se le niega sustento, vestido y techo; quien, cuando está enfermo, no recibe el cuidado que necesita para sanar; a quien se le niega educación; quien es traicionado por el que ayudó, violentado por el que salvó, o engañado por el que socorrió, perdió, sí, su dignidad, se la arrebataron, pero, tal vez, no la dignidad.

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