La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Alto y claro
Cada vez es más frecuente en la política española: se lanza una ocurrencia, sin haber analizado antes las consecuencias, sin haber medido beneficios y perjuicios, sin haberla negociado con otras partes que también tienen mucho que decir. Simplemente, a ver qué pasa. Antes se llamaba globo sonda. Le acaba de pasar al alcalde de Sevilla, el popular José Luis Sanz, con la idea de poner una taquilla para que los foráneos paguen por entrar en la Plaza de España y los aborígenes tengan que hacer cola y enseñar el carné de identidad. En medio de un mandato gris y anodino en el que hasta ahora no ha hecho nada de especial mención, aunque tampoco ha roto nada, el alcalde ha buscado portadas de periódicos, minutos de televisión y presencia en redes. Eso lo ha conseguido. Nunca se había hablado tanto en España del alcalde de Sevilla. Y nunca, tampoco, tanta gente se le había puesto en contra.
Cerrar un espacio público que, como su propio nombre indica, es una plaza de libre tránsito en el que todos sus edificios son dependencias oficiales, con marcada presencia de instalaciones militares, se antoja, así de entrada, como una idea bastante peregrina. Que todavía lo es más si se tiene en cuenta que el Ayuntamiento sólo posee la titularidad del salón de la plaza y de la ría que la circunda, pero no de la zona edificada, por lo que tendría que ponerse de acuerdo con varios ministerios y con el ejército.
La cosa no mejora si se entra a considerar los motivos que aconsejarían la polémica medida: recaudar dinero para la conservación y mejora de un espacio emblemático de la ciudad. Si la única vía posible para arreglar los desperfectos que el tiempo y los vándalos causan al monumento y para echar de allí a manteros y bailaoras de pacotilla es cobrar un tique y poner un torno es que el Ayuntamiento que preside Sanz no sólo anda corto de fondos, también de ideas y de políticas sobre protección del patrimonio.
Quizás sería mejor para proteger la Plaza de España ordenar los usos de un espacio que se ha convertido en una especie de feria donde toda ocupación es posible, desde convenciones y cenas de empresas hasta una temporada de conciertos que la ocupa durante dos meses al año y cuyos decibelios hacen temblar los pináculos regionalistas que diseñara Aníbal González.
Lo más probable es que el asunto termine en nada y quede pronto en el olvido. José Luis Sanz habrá perdido una oportunidad magnífica para hacer un debate serio sobre las consecuencias, buenas y malas, de la invasión turística en Sevilla. Es lo que tienen las ocurrencias, que despistan.
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