La verdad hace mucha falta, porque con ella nos atenemos a la realidad, que es de todos. Nos convence y no nos vencen, así, la voluntad, la fuerza o la manipulación. Sin embargo, el primer problema que plantea la verdad es qué es. Pilato lo preguntó a Jesús y éste calló, no por desprecio, sino para que se fijase bien en que la tenía delante.

Quizá a algún lector este arranque le parezca demasiado religioso, pero la verdad relativista sí que tiene un absoluto cariz religioso. La verdad que trajo el cristianismo la habían preanunciado Sócrates y los salmos -como explica de maravilla el antropólogo francés René Girard-. Es la que instaura la era de la verdad objetiva, científica en su caso, examinadora siempre, que adoptó la Cristiandad e hizo, por tanto, Occidente.

Constanzo Preve explica que, para los paganos, en cambio, "la verdad era un desvelamiento sapiencial de las condiciones que presidían la reproducción de la comunidad misma, mientras que la falsedad se identificaba, directamente, con las fuerzas de disolución de la comunidad". La verdad era política. Pilato no hizo una pregunta boba en un momento crucial: puso el dedo en la llaga. Tras citar a Preve, Adriano Erriguel concluye que en el paganismo «es verdad todo lo que opera a favor del mantenimiento y el desarrollo de la comunidad. Es falso todo lo que amenaza su supervivencia».

El mecanismo del chivo expiatorio, esto es, de cargar las culpas de la sociedad sobre una persona, y sacrificarla para purificar a la comunidad, les funcionaba a los paganos (a todos menos a la víctima inocente) y, por eso, era su verdad. La injusticia de ese mecanismo la denunciaron los salmos del pueblo judío (al que el paganismo no perdonará jamás) y la reveló Cristo. Cuando el emperador Fernando I adoptó el lema "Fiat iustitia pereat mundus" estaba ejerciendo su cristianismo a fondo, sin dejar un resquicio. Porque en cuanto hay un resquicio se cuelan el maquiavelismo o el utilitarismo, entre otros, con su concepción de la verdad por conveniencia.

Ahora nos hemos descristianizado tanto que regresa por la puerta de atrás un concepto de verdad por interés social que impone el consenso de las mayorías, el "todos juntos salimos más fuertes" (aunque no) y la táctica sacrificial para cerrar filas. Quien se niegue a admitir la neo-unanimidad será considerado un bufón irrisorio, un deplorable, un antisistema…, un hereje. Urge negarse.

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