La convocatoria de elecciones generales ha suspendido, al menos hasta la formación de un nuevo Gobierno en España, las negociaciones que desde octubre de 2021 se venían manteniendo para la firma y puesta en práctica de un tratado internacional entre la Unión Europea y Reino Unido sobre Gibraltar. La última oferta que España puso sobre la mesa para la creación de un “área de prosperidad compartida” que abarcase la comarca del Campo de Gibraltar y la colonia ha sido desoída por Londres y por las autoridades del Peñón, recelosas de perder un estatus privilegiado que durante décadas y por su pertenencia a la Europa comunitaria le permitieron configurarse como una de las economías más boyantes del planeta. El Brexit puso punto final a ese período, por más que los dirigentes del Peñón no quieran verlo. La posición británica y, particularmente, la del Ejecutivo gibraltareño, se ha expresado con su negativa en asuntos clave: a dar transparencia a las operaciones de sus entidades financieras, señaladas por la Comisión Europea en mayo pasado como clave de bóveda en operaciones de blanqueo de capitales del narcotráfico y del terrorismo; a nivelar la tributación de la Roca con la de España; a trasponer la normativa medioambiental de la UE (vertidos y emisiones, básicamente); a igualar las pensiones de los trabajadores españoles transfronterizos con las de los llanitos; a luchar de manera férrea contra el contrabando de tabaco; a estrechar la colaboración policial y aduanera y, finalmente, a mantener una posición leal en materia de defensa por el uso militar del puerto y el aeropuerto. Gibraltar ha perdido una oportunidad histórica al rechazar una oferta justa y equilibrada que le habría abierto de nuevo las puertas de la UE, más aún en unos momentos en los que sus finanzas no atraviesan por los mejores momentos a causa de la huida de empresas como consecuencia del Brexit, su gran endeudamiento y un gasto público fuera de lo normal.