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Los pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre el controvertido caso de los ERE abren un nuevo capítulo, que debería ser el último, sobre un asunto que condicionó, para mal, la vida política de Andalucía. En contra del criterio que adoptaron la Audiencia de Sevilla y el Supremo, el órgano encargado de garantizar los derechos fundamentales establece, básicamente, que una ley aprobada por un Parlamento, en este caso la Ley de Presupuestos de Andalucía en la que se incluían las transferencias de financiación para pagar las ayudas a trabajadores de empresas en crisis, no puede ser delictiva en sí misma. Si se hubieran apreciado motivos de inconstitucionalidad por parte de alguna instancia judicial o política debería haber sido recurrida, cosa que no ocurrió. Según este criterio, adoptado por la mayoría progresista del Alto Tribunal en contra del criterio de la minoría conservadora, el Consejo de Gobierno no delinquió al aplicar una norma legal. De acuerdo con el mismo criterio cabe interpretar que tampoco delinquieron los trabajadores o las empresas que informaron a sus empleados de la existencia de tales beneficios. Es evidente que el caso de los ERE presenta perfiles alarmantes, como la introducción de intrusos o el desvío de algunas partidas para otros fines que no eran los establecidos. También hay que señalar la laxitud de la Junta al permitir que el sistema se estableciera sin los requisitos de publicidad y libre concurrencia que garantizaran la igualdad de oportunidades. Se retorció el Derecho Administrativo y ello refleja la baja calidad de gestión y control del Gobierno andaluz. De lo que no cabe duda es de que, a pesar de los reproches que cabe hacer, calificar el de los ERE como el mayor caso de corrupción de la historia democrática es sólo propaganda política que no se sustenta en la realidad.
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