Tribuna

federico mantaras

Administrador Diocesano de Asidonia-Jerez

Jesús y el buen ladrón

En medio de la crueldad, la injusticia y el dolor, Cristo promete el paraíso. ¡Qué contraste! Jesús muere ofreciendo esperanza, perdón y vida eterna

El Viernes Santo acompañamos a nuestro Señor en el camino de su pasión hasta verlo en la cruz en lo más alto del monte Calvario. Allí contemplamos a Jesucristo crucificado entre dos bandidos, uno de ellos, el buen ladrón, a quien la tradición de la Iglesia llama Dimas, acudirá a Él y recibirá la salvación al final de su vida.

¿Qué hizo el buen ladrón para conseguir del Señor en el último momento la promesa de Paraíso?

Lo primero que hizo fue hacer, en presencia de Jesús, una confesión sincera llena de arrepentimiento desde ese confesionario abierto que es la cruz. Admite con humildad que su vida ha estado llena de maldad y que merece aquella condena. No intenta justificarse, no le echa las culpas a la sociedad, ni a las circunstancias, sino que reconoce humildemente su pecado.

A continuación, se dirige a su compañero de suplicio y le dice: "Jesús, acuérdate de mí". Lo llama Jesús, con la intimidad que da el compartir una situación de cruz. San Pablo nos dice que "quien invoque el nombre del Señor será salvado" (Rm 10,13). Aprovecha su oportunidad y le pide: "acuérdate de mí". Es oración del pobre, sin condiciones, sin exigencias, sin pretensiones… cuando puedas, cuando quieras, confío en ti, me basta con que te acuerdes de mí. Es una oración limpia, desprendida y confiada. Es suficiente esta sencilla plegaria para pasar de criminal a santo. El buen ladrón cuando dice a Jesús que se acuerde de él, no se apoya en sus méritos, ni en sus buenas obras, no reivindica una vida llena de éxitos pastorales… su confianza está únicamente en la misericordia de Cristo. El buen ladrón no tiene nada que ofrecer y acude a Jesús con sus manos vacías. De él aprendemos que Dios no tiene ninguna necesidad de nuestros títulos de gloria, a Él le gusta que lo busquemos con humidad, presentándonos ante Él con nuestras manos vacías, confiando únicamente en su infinita misericordia.

Lo que más llama la atención en el buen ladrón es su capacidad de reconocer la majestad de Cristo viéndolo clavado en la cruz. Era fácil reconocer a Jesús como Mesías cuando curaba a los enfermos, cuando daba la vida a Lázaro, cuando se transfiguraba en el Tabor o cuando andaba sobre las aguas, pero tiene mucho mérito reconocer a Jesús como Salvador en medio del aquel suplicio, viéndolo cubierto de sangre, con el rostro lleno de moratones y con una corona de espinas en la cabeza.

¿Qué vio el buen ladrón en el Señor? Dimas es capaz de mirar a Jesús más allá de las apariencias, le llama la atención su paz, su entereza, su manera de mirar y su capacidad de perdón. Es ejemplo para los que pasamos por enfermedad, fracasos, vejez y situaciones dolorosas. Si en esos momentos, como el buen ladrón, dirigimos nuestra mirada a Jesús y aceptamos acompañarle en el suplicio sin quejas ni reproches, podremos ascender, en un momento, a la santidad y recibiremos la divina promesa de pasar con Él al paraíso.

En medio de la crueldad, la injusticia y el dolor, Cristo promete el paraíso. ¡Qué contraste! Jesús muere ofreciendo esperanza, perdón y vida eterna. Es frecuente, en muchas personas próximas a la muerte que, a causa de la enfermedad, se vean sumergidas en el dolor, la aridez y la oscuridad. Quizá el Señor desea concederles la purificación final, para que, como Dimas, entren en la humildad, pierdan la confianza sus posibles méritos y se pongan su vida, únicamente, en sus manos misericordiosas. En el último momento Dios es capaz de reparar toda una vida.

Aprendamos del buen ladrón, es el único santo que ha sido canonizado por el mismo Cristo. Era tan buen ladrón que en el último momento sabe robar a Jesús su salvación, el tesoro de la vida eterna.

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