Tribuna

Fernando Ontañón

Escritor

Nocivas polisemias

Podríamos decir que se trata de un problema polisémico, la palabra cultura ha ido adquiriendo nuevos y variados significados en función de las exigencias del insaciable mercado

Nocivas polisemias Nocivas polisemias

Nocivas polisemias / rosell

Hace algunos años, en la presentación de una de sus novelas, escuché decir a Antonio Orejudo que los libros se habían convertido en el merchandising de los youtubers. Desde entonces, este fenómeno no ha hecho más que aumentar y diversificarse, porque detrás de aquellos llegaron los instagrammers y los tiktokers (nombre con reminiscencias de ente de novela de Stephen King), y está por ver lo que nos deparará el futuro. Por supuesto, este hecho no es nuevo en el mundo editorial, antes tuvimos a los famosos del Hola y a las infectas estrellas del boom de la televisión basura, que todavía hoy siguen dando guerra y voces en las cavernas mediáticas. El sector editorial siempre ha echado mano de escandalosas biografías del famoseo y otras pornografías sonrojantes para sanear sus cuentas. Las listas de los libros más vendidos se nutren a menudo de productos cuya apariencia libresca no consigue ocultar el inmenso vacío literario que albergan en su interior. Un vacío de tintes apocalípticos que ha ido extendiéndose paulatinamente sobre nosotros y amenaza con arrasarlo todo, dejándonos solos y desarmados frente a las temibles hordas de zombis infectados por el virus del mainstream, el pensamiento único globalizado y el adocenamiento intelectual.

Igual que en una película catastrofista, las señales que presagian el desastre aparecen dispersas aquí y allá sin que nadie acierte a interpretarlas. Desde la universidad, algunos profesores alertan de la falta de comprensión lectora, cada vez más acusada, entre sus alumnos; al mismo tiempo, los padres de esos alumnos asistimos perplejos y rendidos al fabuloso desinterés de nuestros hijos por la lectura mientras aceptamos de mejor o peor grado que "consuman" en sesión continua series pergeñadas en las cadenas de montaje de Netflix y compañía. Asimismo, cualquiera que se asome al espectáculo de las redes sociales puede comprobar cuál es el nivel intelectual (y cultural) del debate que allí tiene lugar, y lo mismo ocurre si nos paramos a escuchar el discurso (su ausencia, más bien) de ciertos políticos con muchas posibilidades de ser elegidos para cargos de relevancia.

El término cultura ha ido devaluándose hasta convertirse en un bien de consumo que poco difiere ya de cualquier otro, y en lugar de comerciales o vendedores, cuenta con sus "artistas" y sus "trabajadores de la cultura". Además, su desprestigio institucional se evidencia en el hecho de no contar con un ministerio propio. No deja de ser curioso que deba compartirlo con esa otra manifestación tan humana, y a su vez tan difícil de valorar cuando se aleja de su vertiente económica o de mercado, como es el deporte. Que exista un ministerio de Cultura y Deporte, y no de Economía y Deporte, o Defensa y Cultura, por ejemplo, explica bastantes cosas de una sociedad y su escala de valores (económicos, claro). Bien podría llegar a darse el caso (quizá más acorde a la lógica de los tiempos) de un ministerio de Industria, Comercio, Turismo y Cultura, donde, a mi modo de ver, encajaría con mayor solvencia y sin rastro de hipocresía.

Supongo que es esta exigencia por arrojar frutos económicos que le exigimos hoy en día al mismo hecho de respirar lo que ha ido transformando el concepto de cultura, despojándolo de su cualidad más humana y artesana (cuyo valor no debería medirse económicamente, "todo necio confunde valor y precio", que diría Machado), hasta convertirlo en una industria absolutamente ajena al "conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico", según la RAE.

Podríamos decir que se trata de un problema polisémico, la palabra cultura ha ido adquiriendo nuevos y variados significados en función de las exigencias del insaciable mercado. Pero corremos el riesgo de que este último, arriba citado, acabe diluyéndose entre los oropeles de esa otra cultura globalizada y cuantificable y, por lo tanto, exitosa, empaquetada para su consumo multitudinario, convertida en sinónimo de entretenimiento y dirigida por poderes e intereses económicos poco amigos del juicio crítico y del pensamiento libre. No es de extrañar, por tanto, que la palabra Libertad se encuentre asimismo sumida en un proceso muy similar de forzada polisemia.

Sin verdaderas cultura y libertad estamos abocados a convertirnos en meros consumidores de todo aquello que nos pongan delante de los ojos, zombis sin capacidad de elección, súbditos de un discurso oficial (o no) incuestionable, de una realidad ilusoria. Bienvenidos a Matrix.

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