Tribuna

Francisco Antonio García Romero

CEHJ

Hasta Regia, la soberbia debelada

Ya sé que el verbo “debelar” no es demasiado usual en nuestro hablar cotidiano, pero describe bastante bien, como veremos, lo que le pasó a nuestra Asta, a la que el ilustre fraile jerónimo Esteban Rallón ya en el siglo XVII llama “Xerez el viejo” y “que estuvo situada en el despoblado que con nombre de Mesa de Asta distante de Xerez dos leguas, es hoy tierra de labor” (Historia, tr. I 3 y II 1). Los romanos eran muy amigos de ponerle “h” a casi todo (incluidas Hispania e Híspalis), por moda o por pedantería, como se burlaba el poeta, entre salaz y enamorado, Catulo (84: Chommoda dicebat, si quando commoda vellet / dicere, et insidias Arrius hinsidias). Y, en efecto, le añadieron una “h” a Asta, que no nos creemos que le debiera su nombre al griego ásty, “ciudad” (aunque muchos hasta hoy han defendido lo del propio Rallón: “el nombre es griego y significa ciudad”), sino que acaso, pero con mucha mayor probabilidad, conservaba y conserva en su prístina raíz, antes llamada camitosemítica, ast- (como otros topónimos y antropónimos de su ámbito) un significado que nos la relaciona, ¡una vez más!, con el agua y el río, como la ibera bae- (Baetis) o la paleoindoeuropea tart-/turt- (Tartessos, Turdetania): ya lo afirmaba Píndaro (Olímp. I 1), “lo mejor el agua”.

Otras veces he mantenido que a Asta le faltó la suerte y siempre estuvo donde no debía, ya fuera como adalid de libertades autóctonas contra el invasor o como partidaria de causas perdidas. Cuando Hispania se encendió durante casi un siglo en guerras turdetanas, lusitanas (las de Viriato) o celtiberas (las de Numancia) contra Roma (estas más famosas por aquello de los suicidios en masa y las antropofagias de diverso grado), vemos al pretor Gayo Atinio (lo cuenta Tito Livio, XXXIX 21) asaltar sus murallas con demasiada imprudencia (incautius) y recibir una herida que lo llevaría a la muerte, después de haber luchado con los lusitanos en los campos de Asta (cum Lusitanis in agro Hastensi). No mucho antes, Roma ya había avisado: en torno al 190 a. C., en castigo y por decreto, Paulo Emilio, que no era un cualquiera y luego será el Macedónico, había liberado a los siervos lascutanos de Asta (Hastensium servei in Turri Lascutana). Ahí queda como testimonio la que seguramente es la inscripción latina más antigua de España y cuya fidelísima copia (de la auténtica del Louvre) podemos leer en nuestro Museo, gracias a la diligencia de su muy activa Asociación de Amigos.

Los astenses no aprendieron. Y van y se hacen pompeyanos, hasta que los caballeros Bebio (nomen que seguirá apareciendo en nuestra epigrafía), Flavio y Trebelio, “casi cubiertos de plata” (Bellum Hispaniense 26) desertan y la plaza se le rinde a César (ibid. 36). Y la volvieron a castigar porque será colonia romana y se apellidará Regia (lo escribe Plinio, H.N. III 11), no por lo de los viejos reyes tartesios (Argantonio, el rey de la plata, Gárgoris y Habis) o lo del Salmo 72[71],10 (“Los reyes de Tarsis y de las islas le paguen tributo”), como pensaba Schulten en su Tartessos, sino quizá como sello de César, que, según Suetonio (Vita Caesaris 6), se gloriaba de sus antepasados, dioses y reyes: por un lado, descendían de Venus y Julo Ascanio; por otro, de los reyes Marcios y del rey Anco Marcio (es la muy sugerente opinión de B. Galsterer-Kröll). No; convertirse en colonia, contra lo que pueda parecer, no era un regalo: el bastante desconocido agrimensor Sículo Flaco (De condicionibus agrorum, ed. Thulin, 99.10 s. y 100. 2 s.) ya expresamente nos informaba de que las colonias con sus nuevos colonos servían para mantener a raya a los antiguos pobladores y las revueltas que provocaban. Mientras tanto, la salerosa Gades (iocosae Gades, para Marcial I 61) se movía a sus anchas y siempre acertaba. Muy bien lo han explicado de palabra y por escrito mis colegas Jesús Montero y Eugenio Vega.

Nada le salió gratis a la Regia. Lo pagó porque Roma nunca olvida. Al fin y al cabo era su método y su inapelable misión, además sancionada por las palabras que le dirige Anquises a su hijo Eneas en aquella infernal visita (como la de Heracles, Orfeo, Odiseo o Gilgamesh, junto con otros ejemplos de nuestras religiones) al Tártaro con su “rama dorada” (Virgilio, Eneida VI 847-853): otros, los delicados griegos, se encargarán de esculpir estatuas que parezcan vivas, de defender causas judiciales con oratoria demoledora, de medir las órbitas estelares; Tu regere imperio populos, Romane, memento, “tú, romano, acuérdate”, ahora y siempre (porque memento es un imperativo de futuro), “de regir los pueblos con tu mando autoritario: estas serán tus artes”; y aquí viene lo bueno, pacisque imponere morem, parcere subiectis et debellare superbos, acuérdate también de “imponer costumbres de paz, perdonar a los sumisos y aplastar a los soberbios”. Y es que debellare, con un preverbio “de” (“de arriba abajo, completamente”) de intraducible fuerza para nuestras más toscas lenguas modernas, significa eso: que te voy a vencer en la guerra y que te remato, por chulo…, o por chula.

Vamos, que Asta sabía lo que le esperaba. Pero, en parte, también fue mala suerte: los vientos pudieron soplar en otra dirección. Y no quedó ahí su poca fortuna. Luego tampoco tuvo un Rodrigo Caro o un Francisco de Bruna o hasta algún francés, más o menos diletante, como le ocurrió a Itálica; ni encontró un Jorge Bonsor que descubriera sus tesoros, como Baelo Claudia o Carmona. Esperó mucho, hasta la heroica figura de don Manuel Esteve que se erigió en su valedor y que con tan escasos medios como inmensos afanes (Tantae molis!, diríamos otra vez con Virgilio) nos legó unos preciosos cuadernos de campo y unos dignísimos, por concienzudos y enamorados, estudios.

Pero Asta, o Hasta, ha dejado de tener mala suerte. Ya era hora. El reciente “Plan director de Mesas de Asta”, al que deseamos un futuro risueño y fructífero, queremos que nos la devuelva a su antiguo esplendor, por el que, de una u otra forma, mereció el apelativo de Regia, un esplendor que redunde en toda su primitiva zona de influencia: desde aquellos esteros (las anachýseis, los “rebosamientos” de Estrabón, III 1, 9, verdaderas autopistas acuáticas a las que estaba íntimamente unida) hasta la vieja Cerit, de emplazamiento, quizá difuso, pero siempre orientado hacia nuestro Jerez de la Frontera. Ha sido consecuencia del trabajo de muchos años de nuestro imprescindible Museo Arqueológico con todos sus grandes profesionales que, émulos de don Manuel Esteve, han perseverado callada pero eficazmente en la tarea y hoy aglutinan a investigadores y entidades para el fin que se pretende.

La sufrida Asta y los esfuerzos de don Manuel lo merecen.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios