Manuel Gregorio González

Siglo y medio de Azorín

La tribuna

La gravedad castellana del 98 es útil en tanto que herramienta de precisión que describa y acote la realidad geográfica, política y social de España

Siglo y medio de Azorín
Siglo y medio de Azorín / Rosell

08 de julio 2023 - 00:15

En realidad, Azorín nace algo más tarde, el 28 de enero de 1904, cuando José Martínez Ruiz firma por primera vez con este pseudónimo en el periódico España, dirigido por Miguel Troyano. Tres años antes, en la tarde del 13 de febrero de 1901, el joven José Martínez Ruiz ha partido de la Puerta del Sol, calle de Alcalá abajo, en dirección a Atocha, buscando el cementerio de San Nicolás, donde se hallaba la tumba de Larra. La breve comitiva, de luto y con sombreros de copa, lleva en sus manos un ramo de violetas. ¿Quiénes son los oficiantes de este homenaje grupuscular y tardío? Ignacio Alberti, Camilo Bargiela, los hermanos Baroja, José Fluixá, Antonio Gil y el propio Martínez Ruiz. “Llegados ante la tumba del escritor –escribe Azorín–, depositaron en ella los ramitos de violetas, y uno de los jóvenes leyó un breve discurso en el que se enaltecía la memoria de Larra. Maestro de la presente juventud es Mariano José de Larra. La juventud de que aquí se habla es la que luego ha sido llamada generación del 98”. Acaso no sea necesario decir que el autor de aquel discurso fue José Martínez Ruiz, antes de trasmutarse en su alias.

Cabe preguntarse, por otro lado, qué encontraron aquellos jóvenes en la figura y en la obra del malogrado Fígaro. Y la respuesta pudiera extenderse en varias direcciones. Una primera es la pasión de España. Otra segunda es la atracción política. A ellas deben añadirse, con igual importancia, dos vías instrumentales: el vehículo del periodismo y la claridad literaria. Tiempo más tarde, escribiendo de don Emilio Castelar y de su inclinación retórica, Azorín resume el venero de donde nace la inquietud y la ambición noventayochista. “La generación de 1898 tenía que escribir claro y preciso. La hipérbole, sobre todo, nos desazonaba. No se podía juzgar del hecho histórico ni transcribir un paisaje sublimándolo con la hipérbole. No se podía dar la sensación de la realidad con adjetivos morales, sino acopiando el detalle expresivo. (…) La generación de 1898 condenaba el epíteto calificador y se atenía al pormenor auténtico”. Por supuesto, contra estos principios teóricos del 98 podría aducirse que también existe una retórica de la sencillez (véase Hemingway), y que Azorín suplió el adjetivo, sustituyó la metáfora, con el arcaísmo. A veces, cuando leemos las descripciones de Azorín, donde la soledad del paisaje tiembla y se detiene ante el lector, con la viveza de una obra impresionista (“primores de lo vulgar” fue la definición ortegiana para el estilo y la literatura de Azorín), a veces, repito, el lector se encuentra ante la realidad nueva de un viejo objeto, de un oficio ancilar, dicho por su nombre más genuino y extraño.

Este pormenor arcaizante de Azorín obra, no obstante, en el mismo sentido que aquella exigencia de veracidad, de exactitud, de sencillez documental, que dice mover al 98. También la pasión urgente y primeriza de Nietzsche, leído con superficialidad, que sería determinante en el joven Baroja. Para Azorín, a quien pudiéramos considerar el antagonista literario de otro gran escritor levantino, coetáneo suyo, Gabriel Miró, el corazón del 98 lo componen Baroja, Unamuno, Ramiro de Maetzu y él mismo. Esto es, tres vascos y un alicantino, cuya idea de la futura España radicaba, sin embargo, como emanación natural del paisaje, en “la gravedad castellana”. Esta gravedad, en todo caso, carece de un sentido regional, puesto que su significación es generacional, instrumental, antirretórica. La gravedad castellana del 98 (una gravedad y una espiritualidad adusta que encontrarán resumida en el Greco), es útil en tanto que herramienta de precisión que describa y acote la realidad geográfica, política y social de España; y no solo eso, sino en tanto que sirva para escribir una historia de España en la que triunfe, no la épica tardorromántica, sino el certero pormenor de la vida y las costumbres populares. Este es el alcance profundo del término “intrahistoria” acuñado por Unamuno. Un término y una óptica disciplinar que determinarán una parte sustancial de la historiografía del XX y el XXI, de Huizinga a Braudel y Carlo Ginzburg.

Leído hoy, en su aparente falta de ambición, en su cálida distancia a la manera de Montaigne, Azorín es un gigante intacto. Y digo intacto en el sentido de que el tiempo no ha hecho presa en su escritura. Al contrario, en la primorosa claridad de Azorín, es el tiempo quien parpadea y gravita ante nosotros, como una ofrenda viva de otro siglo.

stats