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Es una buena noticia que la asignatura de filosofía vuelva por la puerta grande a los institutos? Desde luego, es mucho mejor que la de asistir a su desaparición paulatina. El problema es que tal vez le estemos llamando Filosofía a algo que tiene poco que ver con la naturaleza de dicha disciplina. Lo que se designa como tal en nuestras enseñanzas medias es apenas un conjunto de afirmaciones más o menos extravagantes formuladas por figuras relevantes de la historia del pensamiento y a las que los profesores, con una buena voluntad digna tal vez de mejor causa, intentan insuflarle un poco de vida, como a una suerte de Frankestein estrambótico que pasea sus jirones entre otras formas de saberes en principios más vivos y favorables. Atizarle a un adolescente con el imperativo categórico o el principio de identidad de los indiscernibles es el camino más corto para que nunca vuelva a interesarse por el pensamiento filosófico. Y el hecho es que, queramos o no, la Filosofía constituye la materia más acuciante de cualquier vida que pretenda ser vivida con una mínima conciencia de sí misma. ¿Qué hacer, pues? ¿Cómo enseñar Filosofía?
Tal vez, debiéramos olvidarnos un poco de los nombres. Heidegger repetía que los griegos, antes de Platón, ni siquiera tenían una denominación especifica para esa forma inédita de interrogarse sobre mundo. Debiéramos olvidarnos también de esa obsesión por inculcar una veneración devota por las grandes figuras del pensamiento: la Filosofía nace de la admiración, pero no de la adoración. Menos Platón, por tanto, y más problemas filosóficos, esos que interpelan a cualquier adolescente con una intensidad que luego van amortiguando las ficciones de la vida adulta. Resulta un fracaso clamoroso que precisamente la disciplina que ha hecho del cuestionamiento radical de la realidad su razón de ser no sea capaz de espolear la curiosidad de unos seres humanos que se encuentran en la edad de la problematización por excelencia. Los diálogos platónicos, en tal sentido, más allá de sus infinitas virtualidades de todo tipo, nos dan una pauta incomparable de cómo plantear una práctica concreta de lo que debería ser la Filosofía: preguntas y más preguntas, aprendizaje a no dar por sentado nada que no haya sido sometido a una estricta evaluación crítica. Desde luego, no toda opinión vale y la mayor parte de los razonamientos no son sino ilusiones groseras de la razón para dar por sentadas sus propias premisas. Precisamente, para eso debería está la figura del profesor: para plantear los problemas, canalizar las discusiones, señalar los errores en los procesos discursivos, introducir las preguntas claves, incentivar el debate. Y al final, pero sólo al final, apuntar los planteamientos de los grandes pensadores. La Filosofía, en tal sentido, no debería ser otra cosa, en las enseñanzas medias, que una propedéutica al pensamiento.
Si hay algo que caracteriza a esta disciplina, frente a cualquier otra, es su disposición constitutiva a revertirse sobre sí misma y cuestionar su propia razón de ser. Ortega decía que, al contrario que las ciencias positivas, que avanzan hacia delante, la Filosofía lo hace en profundidad. Por ello, en una época en la que, contra lo que vaticinaron algunos arúspices preclaros, han regresado los demagogos con inusitada fuerza, sólo la Filosofía puede preparar, tal y como ha hecho en sus mejores momentos, a ciudadanos que se nieguen a someterse a los melifluos cantos de sirenas de credos de todo tipo. Si es una verdad a medias que la Filosofía nace contra el mito, hoy su principal enemigo lo representan las ideologías, esa forma del mito en el mundo moderno.
En España, además, contamos con otros lastres. Somos un país que nace de la fe militante y que se conforma a partir de banderías incondicionales. Mientras que en el resto de Europa el racionalismo y el empirismo filosóficos propiciaban el desarrollo de las ciencias positivas, aquí la Teología Escolástica nos condenaba a un atraso en la investigación que aún perdura. Muchas de nuestras lacras históricas tienen que ver con el desprecio secular que se le ha dispensado al pensamiento. Nuestra forma de entender la vida política aún adolece de estos vicios. En nuestro país, como ya señalara Machado, existe una tendencia a embestir cuando se piensa. Por eso, si de algo está necesitada nuestra frívola democracia almodovariana es, precisamente, de una serie de pedagogías que se insertan en los orígenes mismos de la Filosofía: el sentido de la ley, el valor del diálogo, la naturaleza de las instituciones democráticas, los cauces de la participación política... Contra el obsceno regreso de los narcisismos de las pequeñas diferencias, contra la instrumentalización puramente tecnicista de los seres (y los saberes) humanos, contra las groseras seducciones de los populismos, podríamos parafrasear a Chesterton: tal vez la Filosofía sea un lujo, pero el pensamiento es una necesidad. Hagamos nuestras necesidades.
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