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Ysi cayéramos en la cuenta de que lo que hay que cambiar es el sistema sanitario. Y si llegáramos a pensar que en lugar de atención a la salud lo que se nos ofrece a los ciudadanos, al menos en nuestra Atención Primaria, no es más que un mero sistema de prestación de medicamentos, mediante el que medicalizamos situaciones que requieren otro tipo de atención y otro tipo de profesionales, no sólo médicos.
Y si dejásemos de ocultar que la salud no depende únicamente de los que en la sociedad reconocemos como sus profesionales, que ni siquiera está en manos de nosotros mismos y nuestros hábitos, hasta incluso poder concluir que también tiene que ver con lo colectivo, y que mientras no combatamos de verdad las desigualdades, el sistema sanitario puede que no sea más que una estrategia de control social, como diría Michel Foucault, de la que los medicamentos son el instrumento necesario. ¿Cuántas revoluciones ha habido desde que existen los antidepresivos, o al menos allí donde su uso está extendido? ¿Será que las nuevas dictaduras no necesitan de fuerzas armadas sino de un sistema sanitario a la medida?
La salud, en especial desde que la potabilización de las aguas y los antibióticos minimizaron el impacto de las enfermedades transmisibles, es algo mucho más complejo que diagnosticar, tratar y obedecer. La cronificación de enfermedades, gracias al descubrimiento de indicadores precoces de las mismas, ha incorporado nuevos factores emocionales y espirituales que la sociedad occidental había relegado desde que un día Hipócrates afirmó que el origen de las enfermedades era humano y no divino, y, sobre todo, desde que Descartes separó nuestro cuerpo y nuestra mente como si fuéramos siameses.
La racionalidad no da más de sí para explicar el todo. Los ciudadanos medicalizados cada día deciden en su casa, a solas, tomar o no tomar las medicinas en un proceso de toma de decisiones al que los profesionales somos ajenos, y que depende de muchos factores que se nos escapan hasta de nuestro simple consejo.
Indicadores como el de que España es el país de Europa con mayor consumo de medicamentos ansiolíticos como las benzodiazepinas, nos dicen muchas cosas, pero no tiene por qué ser que necesitemos más médicos, ya que son ellos los que los prescriben, muchísimas veces con impotencia. Puede que nos diga que somos una sociedad infeliz, aunque lo neguemos y vendamos nuestras fiestas al turismo depredador; o que exprese que las desigualdades sociales, la falta de expectativas para conseguir una vivienda digna, un trabajo estable, un salario que facilite una alimentación saludable, o una educación que nos permita decidir con libertad, nos amarga la vida y tiene mucha más influencia sobre nuestra salud de la que llegamos a imaginar. Que el consumo de benzodiazepinas o de antidepresivos, que España sea cada vez un país más medicado, no es causa de nada sino consecuencia de todo, y que tratar de limitar su consumo sin más es como agarrar el rábano por las hojas, salvo que se considere una campaña más, otra, para ocultar nuestras miserias.
Que nuestros médicos deben gozar de unas dignas condiciones de trabajo es fundamental. Pero circunscribir de forma exclusiva la calidad de nuestro sistema sanitario a esto es demasiado simple. Gozar de un sistema sanitario público ha sido una lucha de miles de años, desde que encomendábamos nuestra salud al designio de los dioses y a la interpretación de su voluntad por los chamanes. Una lucha que no ha terminado y que hay que ganarla cada día como derecho humano que es.
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