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Al final del camino
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Hay una imagen que es un abismo. Una madre palestina sostiene en brazos a su hijo muerto y envuelto en una sábana blanca. Digo abismo porque al asomarme a la escena, a tantas escenas como esta, me veo arrastrada hasta caer en el fondo del dolor. El sufrimiento tiene un público al que no pertenezco, pero me pregunto qué hacer con mis emociones. Conmocionada no soy mejor, aunque sí distingo una obsesión adquirida: que lo que muestran estas fotografías no es lo único que debería saber, que hay más y que aunque me acercara a ello, desde este lado de la imagen, no lograría entenderlo.
Los números, los del terror, también producen vértigo. Desde octubre del pasado año el ejército israelí ha acabado con la vida de más de 30.000 personas y casi la mitad son menores, una cifra que viene a llenar el estómago vacío de las guerras y que ya supera a la cantidad de fallecidos de estas edades en cuatro años de conflictos bélicos en todo el mundo. Esto significa que cuatro niños o adolescentes mueren a la hora, 100 al día, y paro de contar para detenerme a observar la respiración de mi hija que duerme plácidamente en su cuna.
“Qué bien se conserva en nuestro siglo el odio”, dice un verso de Wislawa Szymborska. A la hora de meditar sobre el odio y las guerras, si es que alguna diferencia hubiera, Virginia Woolf trata de responder en su libro Tres Guineas (1938) a la pregunta que le planteó en su día un abogado: “¿Cómo podemos, en su opinión, evitar la guerra?”. Otra autora, Susan Sontag, en su obra Ante el dolor de los demás (2004) plantea: “¿Quién cree, en la actualidad, que se puede abolir la guerra? Nadie, ni siquiera los pacifistas. Solo aspiramos (hasta ahora en vano) a impedir el genocidio, a presentar ante la justicia a los que violan gravemente las leyes de la guerra”.
El Derecho Internacional Humanitario, contenidos en los Convenios de Ginebra de 1949, recoge que “se prohíbe lanzar un ataque cuando sea de prever que cause muertes y lesiones entre la población civil o daños a bienes de carácter civil que sean excesivos en relación con la ventaja militar prevista”. Pero si hablamos del conflicto en Gaza, la arbitrariedad de la acometida israelí se ejerce en una zona en donde la densidad de población hace imposible cumplir con la mencionada norma de proporcionalidad. El resumen es que es inhacedero destruir a Hamas sin perpetrar una matanza indiscriminada, o dicho de otra manera y a la espera de que con el tiempo se juzgue a sus políticos, Israel parece dispuesto a fulminar a los palestinos con tal de vengarse de Hamas. Al fin y al cabo, para muchos israelíes, no conforman sino las dos cabezas del mismo monstruo y hay quien expone que los supervivientes de la ofensiva de 2014 son los terroristas de hoy y, por lo tanto, los que sobrevivan hoy serán los de mañana.
Sobre los menores que vivieron el anterior periodo de guerra de hace casi una década, hay un documental admirable por su sencillez. En Nacido en Gaza, de Hernán Zin, diez chiquillos y chiquillas de entre 11 y 14 años cuentan cómo les marcó esa barbarie, y entre escombros sueñan con lo que quieren ser de mayores: médico, profesor, pescador o conductor de ambulancia (como su padre bombardeado mientras ejercía este mismo trabajo). Otro de ellos, sin embargo, no esconde que desea unirse a Hamás para vengar la muerte de su hermano y de sus primos acribillados cuando jugaban al fútbol en la playa. Y es ante esta intención de escarmiento que cabe pensar en cómo podemos evitar la guerra contra la guerra.
Virginia Woolf, en respuesta al abogado, compone un ensayo sobre la viril cultura de la guerra en el que aboga por la libertad de las mujeres no para parecerse a los hombres y sí para ejercer tanto en lo público como en lo privado con otras palabras, con otros métodos. Yo así, desde mi libertad, tecleo con el convencimiento de que la guerra no la evitará un puñado de políticos ni de soldados, sino un grupo de mujeres, y de hombres, que una vez fueron niños que soñaron con seguir adelante desempolvados de venganza.
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