Tribuna

cÉSAR ROMERO

Escritor

Algunas reglas nada ignacianas

No hay mayor cínico que un adinerado deizquierda, ni nadie más lerdo que un trabajador por cuenta ajena, y privada, de derecha

Algunas reglas nada ignacianas Algunas reglas nada ignacianas

Algunas reglas nada ignacianas / rosell

Como ninguna instancia suprema lo ha llamado a obras mayores, ni jamás tuvo vocación de formar una compañía de fieles seguidores, ni puede arrimarse un ápice en sabiduría a la atesorada por aquel vasco santo, Ignacio de Loyola, uno ha dado en llamar a las cuatro que siguen "reglas nada ignacianas", pues acaso sólo sirvan para matar el rato, o acompañar el café, nunca, válgame Dios, para algo de tanto calado como el discernimiento de espíritus. Estas son:

Regla 1: Hay gente muy de izquierdas, siempre con el dinero ajeno, incluido el público, nunca con el propio. Con el dinero propio es de derechas, de esa rancia derecha que repudia. Podrían citarse centenares de personajes de esta cuerda, todos sintetizados o simbolizados en uno: el cineasta Pedro Almodóvar, que se envuelve en la bandera de la izquierda para defender "lo público" y luego, o a la par, busca todas las artimañas, legales, claro, para contribuir bastante menos de lo que podría, con su caudaloso peculio, al bien común que tanto defiende, o dice defender. Cuídese de estos izquierdistas que sólo miran por lo público desde algo más abajo del centro de la cintura para arriba, nunca echándose la mano a los bolsillos que quedan a sus lados. No hay mayor cínico que un adinerado de izquierda, ni nadie más lerdo que un trabajador por cuenta ajena, y privada, de derecha.

Regla 2:Expuesto a ser explotado laboralmente, déjese explotar por rico hacendado antes que por pobre de solemnidad. Lo explotará menos. Hay personas sobradas de dinero que pisan el cuello de cuantos les trabajan porque su riqueza no viene de herencia, sino que la labraron ellos (no falla, usan ese verbo: labrar). Son los peores. Siempre piensan que los derechos ajenos son infinitos, aunque brillen por su ausencia, y los deberes, escasos, pese a que sean una losa difícil de soportar. Hay pobres que buscan hacerse ricos, y esos aprietan y aun ahogan, porque céntimo a céntimo construyen sus fortunas, con el sudor de sus frentes, sí, pero también con la sangre y las lágrimas y el denuedo de cuantos estuvieron a sus órdenes. El hacendado de segunda, tercera o enésima generación, por mucho que explote, jamás lo hará como un nuevo rico o alguien en vías de enriquecimiento.

Regla 3: Desista de convencer a un necio. Es inútil, no se empeñe. Quizá no haya mejor detector de la necedad que el grado de empecinamiento de las personas. Hay un empecinamiento fructífero, que es tesón y convencimiento o creencia en uno mismo, y puede tardar en dar frutos, pero acaba dándolos. Y hay un empecinamiento yermo, que pisa y desgasta la tierra sin labrarla, porque es estéril y no dará más fruto que el de permanecer donde se estaba. Si topa con uno de estos empecinados olvídese de tratar de convencerlo, llevarlo a su terreno, seducirlo. No atiende a razones. Es más, lo agotará con su única razón: esa necedad a prueba de bombas. El necio es inagotable, toda su energía la pone en seguir en sus trece. Agota tanto que ahí sigue cuando los demás han caído derruidos. Por eso suele llegar alto y lejos, aunque uno no se explique cómo pudo hacerlo, o sólo lo haga al descubrir la enorme magnitud de su única virtud, que, mirada de cerca, tal vez sea defecto: su empeño por mantener su posición. Sólo sirve para eso: empecinarse.

Regla 4: No crea que quien calla es más sabio que quien habla. Hay silenciosos muy astutos, y también los hay pazguatos, que callan porque nada tienen que decir. El silencio, como el amor, la juventud y alguna que otra cosa más, está muy sobrevalorado. Aunque crea que ahora a todo el mundo le gusta opinar a todas horas, quizá siempre fuera así, sólo que antes no había redes sociales ni medios de comunicación que ametrallaran a los espectadores con noticias constantes, y la gente opinaba de lo que tenía a mano: el vecindario, las estaciones anuales, los designios divinos. Los seres humanos somos charlatanes por condición, el silencio en compañía de otros nos incomoda, por eso los pocos que en él se hallan en su hábitat natural cuentan con ventaja. Abundan menos y, por escasamente abundosos, se los admira. Pero hay silenciosos tan superfluos y hueros como la mayoría de los charlatanes. No se deje arrebatar por esos callados que parecen albergar todo un mundo interior y secreto lleno de riqueza y en realidad están habitados por un páramo semejante al del parroquiano lenguaraz de barra de bar que raja de fútbol, y de sus soluciones para los graves problemas mundiales, y de lo que se tercie, sin parar. No admire al silencioso porque calle sino cuando diga algo en verdad digno de admiración, algo que lo haga pensar y comprobar cuánta cháchara en verdad nos rodea, cháchara que da cercanía y calidez, pero difícil o raramente ilumina.

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