Tribuna

aNTONIO MONTERO ALCAIDE

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El rey que ceceaba

El rey que ceceaba El rey que ceceaba

El rey que ceceaba

El príncipe, casi recluido en un alcázar con su madre, no sabía del rey su padre más que por las muy contadas y cortas presencias cuando se apartaba de su acaparadora concubina. Una prole de bastardos tenía con ella, que acompañaban con preeminencia al rey en las batallas y los litigios. La concubina, además, era tenida por la corte y los embajadores como reina de hecho. Hacía y deshacía a su antojo porque rendida y satisfecha estaba la voluntad del rey. De modo que ella aseguró patrimonio y nobles oficios a sus vástagos, administró el sello de alguna orden e influyó decisivamente en la resolución de las contiendas y de las alianzas en el reino.

Mientras que el infante, taciturno y apocado en los jardines del alcázar, se las veía con las duras páginas del tratado que uno de sus preceptores mandó traducir porque ofrecía consejos para los príncipes inspirados en el pensamiento tomista. Pero esta doctrina del santo de Aquino, presentada con tan pocos años, poca ilustración prestaba a las entendederas de quien necesitaba las infantiles lecciones de los juegos en la aleccionadora y afectiva convivencia con sus progenitores.

Cuánta mella hicieron estas circunstancias en el proceder del rey no puede saberse en la misma medida que se atribuyen efectos a la ligera microcefalia advertida en la revisión de su cráneo cientos de años después de su sepultura. Pero poner en duda que contribuyeran a alterar su carácter es impropio del juicio cabal.

Cómo no iba a desquiciar el temperamento del futuro rey ver la llegada del cadáver de su padre, muerto de peste en un asedio, acompañado en el fúnebre cortejo por sus bastardos, cuyas banderas se enarbolaban en las batallas. Cómo no turbarse por la acomodación movediza de los nobles, hasta hace poco con manifiesta lealtad a la concubina que les reclama protección recién nombrado rey el hijo legítimo y preterido. Cómo no iban a destemplar al rey las traiciones, las banderías y las confabulaciones de la nobleza engreída, dada al desacato y a la rebelión cuando tocados resultaron sus fueros en la nueva ordenación que dispuso del reino. Cómo no alterarían su templanza los desafectos de sus hermanastros, a los que ofreció el perdón, si bien era de amor y odio la relación con ellos establecía. Cómo, en fin, encajar la deslealtad de su propia madre, unida a la nobleza levantisca e incluso a las maniobras de uno de sus hermanastros cuando el rey rompía los matrimonios convenidos en solo pocas horas y sin voluntad de consumarlos.

Se anuncia además la abulia como demérito del rey, sin dejar de señalarlo como impulsivo e iracundo. Acaso por la abulia el rey sacó poca partida a las victorias que alcanzaba en las batallas, como si solo le importara el momento de la rendición o de la huida de los enemigos en lugar de la debida administración del triunfo. Cierto es que, a causa de su despaciosa voluntad, abandonado por muchos de los suyos, encontró la muerte cuando salió, demasiado tarde, a recomponer un estropicio donde se encontró con el hermanastro que le quitó la vida. Desgana, entonces, no debida a la cobardía, porque el rey dio sobradas muestras de arrojo cuando se trataba de sofocar rebeldías o de rendir los atropellos que, cada vez en mayor medida, provocaba el hermanastro fratricida que le sucedió como monarca de una nueva dinastía.

Ceceaba asimismo el rey, si se permite tan nimio detalle ante la relevancia de lo precedente. Como esperada es la gravedad de las palabras reales, que estén aderezadas de ceceo daba pábulo a la hilaridad, cuando ganas sobraban de convertirlo en hazmerreír. O a una hipócrita conmiseración, si tal peculiaridad del habla no se tenía como efecto del localismo sino de la diezmada cordura, de la parálisis cerebral con que se incapacitaba al rey y se le hacía promotor de iniquidades.

Bastante más fácil, y sujeta a la directa y controlable lógica de las causas y los efectos, es otra conclusión tras el estudio de los huesos largos del rey, comparados los fémures y tibias de ambas piernas. El acortamiento de la tibia correspondiente a la pierna izquierda lleva a que el rey fue discretamente cojo, confirmándose también lo que las crónicas y el romancero contaban del crujido de las piernas del rey, con el ruido de la choquezuela, de la rótula, al andar. Si bien, ser ligeramente cojo no tiene el alcance de estar rematadamente loco, ni asimilables son los trastornos de una cojera poco marcada con los desmanes de una locura, aunque no fuera de atar.

Nació el rey Pedro I en Burgos, el 30 de agosto de 1334, y en los 34 años de su convulsa vida se sucedieron la postergación y las deslealtades y traiciones. Razones pudo dar para algunas de estas últimas, pero un príncipe infeliz y arrinconado acaso tuvo que afirmarse con firmes bríos a fin de que no prosperaran las maquinaciones para destronarlo, incluso porque ceceaba al hablar.

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