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Apesar de que Séneca preguntaba retóricamente a Lucilio quién pondría precio al tiempo, “ese bien tan fugaz que la naturaleza nos ha regalado”, lo cierto es que siglos después Marx respondería a la pregunta manteniendo irrefutablemente que el tiempo es una mercancía cuyo valor depende, a su vez, del tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla, es decir del número de horas que se requieren “en las condiciones normales de producción y con el grado medio de destreza e intensidad de trabajo imperantes en la sociedad”. Perder el tiempo es para el capitalista tan reprochable como costoso.
Pero el tiempo al que se refería el filósofo no tenía un significado económico sino ético. “El tiempo se nos arrebata, se nos sustrae, se nos escapa”. El tiempo que era nuestro, lo único que poseíamos, deja de serlo por negligencia, por obrar cosas distintas de las que debemos. Perderlo es empobrecerse. Perderlo es aniquilar nuestro pensamiento, desperdiciar nuestras palabras, dilapidar nuestros sentimientos, renunciar a la soledad creativa. Todo aquello que nos hace humanos se desvanece por causa del tiempo mal administrado. Es verdad que al convertirse en mercancía hemos puesto precio a nuestro tiempo. El comprador es irrelevante. Pero la realidad no nos exculpa de responsabilidad ética.
Sin embargo, hay quienes siguen atrapados por la idea de que su propia libertad les hace poseedores del tiempo y de sí mismos. Pero ni son libres ni disponen de tiempo. Todo es una falacia. El hombre y la mujer actual no hacen más que trabajar sin dejar espacio a la amistad, la lectura, el silencio o la conversación calmada. Su supuesta libertad, se ha doblegado a la producción, al rendimiento y a la omnipresencia de las nuevas tecnologías. Todo lo que hemos llegado a ser y a conseguir es fruto de nuestro trabajo, se proclama enfática y engañosamente. Así pues, aquellos que no hayan logrado unas metas en la escala económica y social comúnmente aceptadas como exitosas es que han sucumbido a la desidia, la pereza o la ineptitud. La idea del esfuerzo como motor de nuestras vidas, de nuestro ascenso, de nuestro éxito, del reconocimiento social, ha arraigado de tal manera en nuestra mentalidad que el trabajo ha pasado de ser un medio para convertirse en un fin supremo. Las viviendas que habitamos, los coches que ostentamos, la indumentaria que lucimos, los viajes de placer y las casas de veraneo que disfrutamos son la expresión social de nuestro éxito, del uso lucrativo del tiempo.
A la expansión de esta idea contribuyeron doctrinas religiosas del pasado, como el calvinismo y el luteranismo, que alababan el trabajo como medio de santidad. Pero es admisible que el hombre no fue creado para trabajar sino para dar soporte y cobertura material a nuestra espiritualidad. No podemos vivir sin esa dualidad. Sin embargo, la ambición de una vida lujosa, la codicia que nos empuja a competir en riqueza, vanidad y bienestar, y cuya consecuencia más visible es la fragmentación social, ha creado una sociedad que se caracteriza por la depresión y el cansancio tal como la ha definido Byung-Chul Han.
El nuevo tipo de hombre no hace más que cumplir con la liturgia de la nueva religión; se levanta al amanecer, y acude como un autómata a su lugar de trabajo. A diferencia de aquel que propició la teoría marxista, explotado por un capitalista industrial, el que observamos cada día se explota a sí mismo y lo hace voluntariamente. Pero de esa libertad paradójica se deriva según Han una patología: cuando el hombre no puede rendir más surge la depresión, la decepción y el autorreproche destructivo, una fatiga para crear y un cansancio que rompe todo vínculo con los demás. La depresión es una enfermedad de esta humanidad que ha arruinado lo único que poseía. Séneca animaba a su joven amigo con la esperanza de que recuperara y conservara el tiempo perdido. Por mi parte, creo que necesitamos un shabat, el día del no hacer, un intermedio, un retiro espiritual.
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