La tribuna

Vale, tío

Vale, tío
Pablo Gutiérrez-Alviz

El tratamiento verbal en las relaciones sociales sufre una enfermedad que la vulgaridad imperante contagia con una velocidad de vértigo. Una continua falta de educación y de respeto. Existen ciertas instituciones que mantienen las formas y que sobreviven tachadas de rancias. Por ejemplo, en cualquier acto académico se da la bienvenida calificando a todos los asistentes de señoras y señores, porque todos lo somos. Al igual que hay que respetar el espacio vital de cada persona, parece razonable tratarnos con cortesía. Desgraciadamente, las nuevas costumbres imponen expresiones como “amigo”, “hijo”, “colega”, “chico”, “compañero”, “socio”, “hombre”… En el mundo sanitario está consolidado que se llame abuelos (sin asomo de parentesco) a las personas muy mayores, a las que también, antes de una prueba médica, se les sugiere con exagerada empatía: “cariño, quítate la corbata”.

La América de habla española sufre menos esta tendencia. No obstante, en México, es frecuente el compadreo con la expresión “cuate”; y en Venezuela, y para los bolivarianos en general, el camarada viene por una vital exigencia ideológica. Peor, si cabe, es el “bro”, primera sílaba de “brother” (hermano), procedente de Miami y que ya ha cruzado el Atlántico.

Las nuevas costumbres en el tratamiento entran dentro de lo que Leonardo Padura titula y define como “La urbanidad perdida”: “el deterioro de las formas de comportamiento individuales y colectivos adecuados para vivir en sociedad, con el necesario respeto por los demás y por las normas de sociabilidad”.

Un día de finales de julio lo sufrí en carne propia. A eso de las ocho y media de la mañana acudí por primera vez a la sede de una determinada empresa, y el recepcionista me saludó, “hola, amigo”. En realidad, no era mi amigo, ni siquiera lo conocía. Al salir me llamó, alarmado, “amigo, anda, dame tu nombre y apellidos”.

Acto seguido fui a un domicilio particular en Triana para recoger la firma a una enferma, sesentona como yo, y me recibió muy amable: “buenos días, hijo”. Y al despedirme: “muchas gracias por venir, hijo”.

A continuación, intenté cruzar el puente de Triana y un vigilante no me permitió el paso. Al parecer, estaban rodando una película, y había que esperar. Le pregunté cuánto tiempo tardaría en permitir el acceso, y me dijo: “colega, unos 20 minutos”. Por mucho que intenté recordar, nunca he estado de vigilante, salvo en los exámenes de la facultad de derecho. Colega es también el acrónimo del colectivo de lesbianas y gays. A los 10 minutos, abrió la valla y gritó: “adelante, chicos”.

A mitad del puente me paré un instante para ver el decorado de la escena del rodaje. Había un camión volcado que echaba humo, y muchas sandías desparramadas por el asfalto. Y un sujeto con pinta de cineasta moderno, coleta, tatuajes y vestido todo de negro (pantalón corto, camiseta y botas) me espetó: “no te pares compañero, circula”. Me sorprendió que fuera mi compañero. Les aseguro que yo iba con pantalón oscuro y guayabera blanca y, desde luego, no estoy vinculado al cine español: nunca he visto la gala de los Goyas (ni la de los Oscars).

A los pocos minutos llegué a la avenida de los Reyes Católicos y me abordó un mendigo itinerante, “dame dinero para desayunar”. Como hice caso omiso, prosiguió: “venga, socio, que tengo hambre”. No recordaba haber tenido un socio con tanta mala suerte.

Entonces me di cuenta de que no había desayunado, y fui a un agradable bar de una calle paralela. Al pedir la cuenta a un camarero novato, este se dirigió al encargado, y le gritó: “dime lo que debe este hombre”. Y el jefe, le preguntó, “¿cuál hombre? ¿el de la columna? ese es el notario”. Y mi joven camarero contestó: “y yo qué sé a lo que se dedica este hombre”. Hoy día, ser hombre es algo muy relativo para la mayoría política dominante. Como me siento varón a tiempo completo, no me molestó. El principiante trajo la factura, y confieso que, tras pagar (con una estricta propina), estuve a punto de decirle, “vale, tío”.

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