Historia

"Vieron cosas que no habían visto nunca"

  • El mar, la playa, el tren, los barcos... Todo era nuevo para ellos. Francisco Menacho ha rescatado relatos y dibujos de 20 niños y niñas de Villaluenga sobre su estancia de un mes, en el verano de 1932, en una colonia escolar en El Puerto

Elías Ahuja, en el centro, sentado, con los niños y niñas de la colonia de Villaluenga en El Puerto.

Elías Ahuja, en el centro, sentado, con los niños y niñas de la colonia de Villaluenga en El Puerto. / D.C.

Eran veinte escolares, doce niños y ocho niñas, y tenían entre 6 y 14 años de edad. Era el verano de 1932. Cuentan las crónicas que todo el pueblo, Villaluenga entero, se echó a la calle; que hasta la banda de música se sumó a la despedida entusiasta. A los sones de La Marsellesa, los niños se subieron a la camioneta y partieron rumbo a El Puerto de Santa María. Se disponían a vivir una experiencia que, como ellos mismos dejaron escrito, nunca olvidarían. Iban a pasar un mes en una colonia escolar. Iban a ver, por primera vez en su vida, el tren, el mar, los barcos, la playa, Cádiz, Jerez... Un compañero que no pudo ir con ellos y a quien al regreso le contaron todo, expresó muy bien luego lo enorme que fue aquello. Escribió: “Vieron cosas que no habían visto nunca”.

Como explica Francisco Menacho, es imprescindible conocer las circunstancias en las que se desenvolvía entonces la vida en la Sierra de Cádiz (en toda la España rural, en realidad). Es necesario situarse en aquellos tiempos para entender lo que significaba la colonia escolar para los niños de Villaluenga. Y para comprender el porqué de tanto entusiasmo en el pueblo ante el acontecimiento. Los padres de los escolares, por ejemplo, únicamente habían salido de Villaluenga o sobrepasado el entorno cercano del pueblo (Grazalema, Ubrique, quizá Ronda o Arcos) cuando habían hecho el servicio militar obligatorio. En la cercana villa de Ubrique, otro ejemplo, no había aún teléfono. El país arrastraba años y años de abandono del mundo rural. Y también de abandono de la enseñanza pública.

En esas había llegado la República, habían llegado las ansias de cambio y los profesores que querían llevar la cultura y la enseñanza a los niños de familias sin recursos y a la España alejada de las ciudades. Habían llegado esos maestros a los que el escritor José María Pemán y otros llamaron envenedadores del espíritu y otras barbaridades. Poner a esos escolares en contacto con la naturaleza, sacarlos de su pueblo, enseñarles monumentos, llevarlos a pasar un mes en una colonia escolar, formaba parte de la nueva pedagogía que defendían los maestros republicanos.

Precisamente ha sido un profesor, Francisco Menacho, senador del PSOE por Cádiz, quien ha rescatado la memoria de aquella histórica colonia escolar. Lo ha hecho en su libro Antonio Gálvez y las Misiones Pedagógicas en la provincia de Cádiz. El rescate ha sido superior a lo imaginado. Menacho pretendía relatar aquella experiencia pero en la búsqueda de documentación se topó con una joya: el cuaderno que después de la colonia elaboraron los escolares de Villaluenga; las redacciones y dibujos con los que expresaron lo que vivieron.

El cuaderno, un auténtico diario de la colonia, lo conserva un hijo del maestro Antonio Gálvez, que fue representante de las Misiones Pedagógicas de la República en Cádiz y uno de los organizadores de aquella actividad extraescolar. Muchos documentos como éste fueron destruidos por las familias de los maestros republicanos (o por ellos mismos cuando sobrevivieron), obligados a hacer desaparecer cualquier rastro que pudiese incrementar la represión que cayó sobre todos ellos. Por suerte, la familia de Gálvez guardó los textos y dibujos de sus alumnos. Cuando Menacho publicó la biografía de ese maestro, la edición incluyó una reproducción del cuaderno.

La colonia fue financiada por Elías Ahuja, un hombre que dedicó parte de su fortuna a atender asuntos como éste. Los exploradores de la mítica patrulla Kanguro, de Cádiz, desempeñaron un papel muy importante en la colonia. El maestro Juan Reviriego, también destinado en Villaluenga, pertenecía a ese grupo scout y les pidió ayuda. Se encargaron de cuidar de los niños, de llevarlos a las excursiones y de dirigir las actividades de la colonia. Les enseñaban a hacer nudos, a nadar... “Don Enrique es un hombre alto, grueso, con el cabello rubio. Don Enrique se sentaba en nuestra mesa y nos enseñaba cómo teníamos que coger el cuchillo y el tenedor y muchas cosas que nosotros no sabíamos”, escribió sobre un explorador el niño Bernabé del Valle.

El diario de la colonia consta de 21 textos y 17 dibujos. Son de 16 escolares que estuvieron en El Puerto y de otros cinco que contaron lo que les relataron sus compañeros. Salud García explica que partieron de Villaluenga “en medio del mayor entusiasmo y alegría”, al son de La Marsellesa. “Desde que salimos de nuestro pueblo, todo nos llamaba la atención, y más aún al llegar a Jerez, que tan bonito es”, escribe Francisca Valle. Ya en la colonia, al día siguiente descubrieron la playa, a la que iban cada día. “La playa es de arena y sirve para bañarse y hay muchas casetas. Desde El Puerto de Santa María se ve Cádiz”, cuenta Antonio Castro, que dibuja cinco peces en su redacción.

Los escolares relatan que visitaron Cádiz, Sanlúcar, Rota, Jerez... En Cádiz vieron el monumento a las Cortes y la Catedral. En una camioneta les dieron un paseo “por las calles más principales”. Entraron en un barco. “Fue lo que nos gustó más”, dice Josefa García. En Jerez visitaron la bodega González Byass. “Nos ofrecieron una botellita de vino muy bueno, saliendo de allí muy contentos”, anota Esperanza Valle. “Nos trataban muy bien y nos daban unas comidas muy buenas”, escribe Antonio Gálvez (hijo del maestro).

Los exploradores les enseñaban juegos y coplas. Los niños mencionan a Guillermo Fabrellas (”el más chico de los encargados de nosotros”) y a don Antonio, con quien hacían gimnasia. “Tenía los cabellos muy largos y se vestía de indio. Siempre nos estaba dando juego a todos”, cuenta Juan Gutiérrez.

Todos se muestran muy agradecidos a Elías Ahuja, a quien describe así José Pérez: “Es un señor muy bueno que tiene mucho dinero y se lo gasta en los niños de los pueblos que no pueden salir para ver otras cosas que no han visto ni verían. Don Elías es un hombre de edad y no tiene mujer. Nada más que criados que le sirven. Con nosotros fue muy afectuoso, nos dio regalos. De ropa, a los niños nos dio un traje, y a las niñas, un jersey” (y un diábolo y un saltador, anota Rosario Piña).

Francisco Menacho cuenta que se les hizo a los niños un examen médico y en una hoja quedaron anotados sus datos anatómicos al inicio y al final de la colonia para comprobar los beneficios para la salud. Uno de ellos, Agustín Arias, de 13 años, quedó ingresado en un sanatorio en Jerez. “Don Elías”, relata el propio Agustín, “quería que me curaran la enfermedad que tenía. Allí me pusieron inyecciones y no me operaron porque tengo el corazón muy débil. Yo le doy las gracias porque tengo razón de dárselas. Tanto ha hecho por mí, que no sé con qué pagárselo”.

Durante la estancia de los escolares en El Puerto, Elías Ahuja invitó a los padres para que vieran cómo estaban atendidos sus hijos. Y a una corrida de toros. Hay que mirar esto con los ojos de hace más de ochenta años, advierte Menacho. “Los niños descubrieron un mundo que existía más allá de las fronteras de su pueblo, totalmente desconocido para ellos”. Y fueron muy conscientes de ello, como lo expresa Josefa García: “Por las noches recordábamos todas las cosas que habíamos visto. Aunque pase el tiempo, me acordaré siempre de lo mucho que disfrutamos”.

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