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Tribuna
DURANTE los casi diez años en que asumí la dirección de la inspección sanitaria en Málaga, pude comprobar la tremenda dificultad que conllevaba coordinar las diferentes unidades que intervienen en lo que hoy se llama el viaje del paciente. Cuando se intentaba mejorar el desempeño de una, se podían estar generando ineficiencias colaterales en otra. Fue esta la razón del nacimiento del modelo conocido como Atención sanitaria basada en valor (en inglés VBHC) promovido por el afamado profesor de Harvard Michael Porter. De forma sintética considera que valor en salud es la relación entre los resultados obtenidos y el coste de haberlos alcanzado, pero… y aquí viene lo importante, en el ciclo completo de atención, en aquello que más le importa. Si someterse a una cirugía que en cerca del 33 % te cura, te deja igual, e incluso te podría empeorar. ¿Le merece la pena a una persona que vive sola si nadie que le pueda ayudar? Eso sólo ella lo sabe. Por eso la VBHC incorpora los indicadores de calidad de vida relacionada con la salud. Es decir, si sumamos unidades separadas y preferencias complejas, entenderemos la dificultad de que todo funcione siempre como un reloj.
Tras la polémica surgida por los retrasos en resolver los casos dudosos, después del cribado de cáncer de mama, cabe plantearse qué podría haber aportado —o aportará— la inteligencia artificial. En primer lugar, ya se dispone de sistemas que pueden revisar las mamografías con menos falsos positivos y falsos negativos que el propio radiólogo. Además de las IA aprobadas por la FDA como Clarity HD, en Europa disponemos de una solución alemana llamada VARA. El estudio PRAIM (PRospective multicenter observational study of an integrated AI system with live Monitoring) demostró una tasa de detección de cáncer de 6,7 por cada 1.000, frente a 5,7 de la lectura humana doble estándar. Y el valor predictivo positivo (PPV) aumentó desde el 14,9% al 17,9 % con la máquina. No quiere esto decir que se le deje decidir sola (el reglamento europeo de IA lo prohíbe), sino que de forma combinada se pueden obtener respuestas mejores y más rápidas. Y es que somos muy, muy garantistas. Y eso es incuestionable, pero debemos tomar conciencia del coste de retrasar métodos por demoras burocráticas (pues ni siquiera son más caras).
Vivimos los últimos meses otra polémica más larvada. Miles de jóvenes utilizan ChatGPT para buscar consuelo emocional. Nadie lo controla, nadie puede responder cuando falla. Al poco de aparecer la pandemia muchos advertimos en prensa el impacto que tendría la postpandemia en la salud mental como ocurriera tras la mal llamada “gripe española” de 1918. En ese mismo momento nacía la IA generativa.
Hemos dispuesto de tiempo suficiente para predecir lo que vendría, y no se ha hecho casi nada. Estos sistemas pueden ser muy útiles para la salud mental, pero no de esta manera. El humano debe estar en el bucle, como se dice ahora. Pero “la ley” no puede retrasar lo que debería estar ya en marcha. Quien retrasa el uso de una tecnología efectiva y barata, asume una tremenda responsabilidad: una carencia ética por omisión, aunque lo haga en nombre de las garantías. Hay que ser hoy más ágiles que nunca. Igual podríamos decir de los sistemas de escribas que puedan recuperar tiempo médico de calidad en la consulta. Y ahí seguimos, con millones de fondos europeos sin ejecutar.
Pero esto no es todo. No solo puede ayudar la IA a diagnosticar y tratar (véase cirugía DaVinci), sino que los procesos de coordinación entre servicios pueden ser hoy resueltos con la incorporación de la nueva IA basada en agentes. Algo que ya usan miles de pequeñas empresas en cualquier lugar. Y como decíamos, ninguna burocracia administrativa puede justificar dañar a una persona en lo que más le importa.
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