Tiempo al tiempo

Viernes Santo: Paco Larraondo

EN esta mañana de antiguos tapeos en el bar San Pedro y túnicas moradas colgadas en las perchas de la calle Moreno -revoloteo de la algarabía infantil de aquellos juguetones niños que fuimos de los años setenta-, he querido hoy bruñir el álbum de la nostalgia para rendir tributo -¡conste en acta!- a la elegancia torera de un secretario a la antigua usanza: Paco Larraondo. Dígase con nombre y apellidos a fuer de escrupulosa y protocolaria exactitud: don Francisco Larraondo Hernández, donoso escribano de la villa lauretana San Pedro intramuros. Podría aducir este servidor de ustedes y de nadie más -este plumilla que os habla ora al ralentí ora al por mayor- innúmeras loas a los antiguos secretarios de nuestras hermandades. Aquellos que ni de lejos presagiaron la pragmática inmediatez de la revolución tecnológica. Aquellos que escribían -estilísticamente hablando- como los ángeles (casi la práctica totalidad cofrades muy leídos y por ende manejadores de un prosario desprovisto de convencionalismos y dictados en serie). Aquellos que mojaban la estilográfica en el tintero de una caligrafía por lo común inglesa para redactar a mano -a puño y baile de muñeca- actas, direcciones en sobres, planillos de cortejos, memorias, etcétera. Horas y horas de aplicación y barroca letra. Ya se sabe: verba volant, scripta manent. Los pretéritos -que no preteridos- secretarios de las cofradías fueron unos titánicos fedatarios del latino pulso narrativo consistente en el 'gratis et amore' de la entrega desinteresada.

Paco Larraondo figura hoy como cabeza de cartel en esta plaza de fina torería cofradiera. Su heredad así lo exige. A caballo entre el lord inglés de impecable elegancia en el supremo arte del bien vestir y la ingeniosa agilidad mental de unos astutos juicios de continuo avalados por la eficiencia de la finísima ironía humorística y el sesudo conocimiento de la burocracia administrativa e institucional, Paco ejercía -y no sólo al amparo de la Hermandad de Loreto- una suerte de tecnocracia muy resolutiva y convincente. Cortés relaciones públicas, exquisito hasta la médula, Larraondo -menuda la figura, enfático el ademán- siempre dirimía según la serena e imbatible argumentación de la sensatez. Del incluso imparcial/neutral sustento estatutario de la norma aprobada democráticamente. Y, ulteriormente, garrotazo cómico y tentetieso. Economizaba de tal forma la contundencia verbal con el adobo del ingenio y la metáfora en clave de humor -maridaje por lo común tan fructuoso como incontestable- que allí donde interviniese lograba encarnarse en el anticipado Trending Topic de un escenario ajeno a iPhone y BlackBerry.

Paco fue un cofrade purista, de achinada mirada y sonrisa sardónica. Su estatura física era inversamente proporcional a la alta pluralidad de su intelecto. Espontáneo, ocurrente, reivindicativo, contertulio, britanizado, resuelto, profuso, elitista, astuto. En su pequeñez se condensaba todos los perímetros de la valentía. Parlamentaba a portagayola. Se soñaba torero de trapío y Puerta Grande. Gustaba de desplazarse a Sevilla para asistir a las Solemnísimas Funciones Principales de Instituto de cofradías de abolengo tipo el Silencio, Pasión, el Valle y, a renglón seguido, hospedarse en el Hotel Colón y así imaginariamente sentirse torero de las medias verónicas de su acompasado tronío personal. Paco Larraondo o sus años en el Banco Vizcaya o aquella colorista caricatura dibujada por Luis Mateo en el expositor del bar La Pandilla o las enérgicas críticas a estamentos cofradieros cuando la infracción y la insania conjuntaban ocasionales despropósitos ajenos. Paco Larraondo o una túnica morada y capa blanca instaladas en la moviola de la remembranza de un Jerez ya difuminado por la brumosa rebujiña de la amnesia colectiva. Su hermano José Luis fue capiller perseverante y ejemplarizante en la no menos torera Hermandad de la Coronación de Espinas. Paco no obstante se prolonga y pervive y -aún de alguna genealógica manera- convive con nosotros a través -de tal palo, tal astilla- del contrastado buen hacer de su hijo Pedro. ¡Qué gran rama la que del tronco nace!

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