Tradiciones

¡Qué bello es vivir… en Navidad!

  • Esta quedada familiar (tan de ayer y tan de siempre), de puro emocional, jamás tuvo precio

Una familia se dispone a vivir la cena de Nochebuena.

Una familia se dispone a vivir la cena de Nochebuena.

El apetito ha sido colmado. ¡Y calmado! El menú de la tía Manuela -o Paca o Dolores- satisfizo con creces a todos cuantos, un año más, tomamos asiento en este cónclave de idénticos apellidos. ¿Somos los mismos cada 24 de diciembre? La primera parte de la noche -la que corresponde a la formalidad un tanto más protocolaria de la cena en familia- alcanza su epílogo. Se ha comido, por largo, a boca llena. Nada de picoteo: otra vez se ha disfrutado de esta sesión pantagruélica. ¿Todo se ha consumado? No: por mejor decir, todo se ha consumido (en este restaurante doméstico que es el salón innominado de cualquier hogar de España).

El mantel -largo como el alcance de tu memoria- ahora ya sostiene sobre sí el resultado desdibujado de una vajilla que ha perdido su milimétrica simetría decorativa. ¡Parece como, si en apenas un par de horas, un vendaval tan de aquí hubiese arramplado con toda la estilosa presentación estética de esta mesa de Navidad! Bendita rebujina ahora de ramitas de pino, hojas de magnolia y platos rebañados por manos corales -por manos con lazos de consanguinidad, por manos de diferente generación, por manos de abuelas y nietos-.

Este desorden de vasos y copas, de bandejas y cubertería, no obedece sino a la conjugación tan franciscana del verbo compartir. Porque, a no dudarlo, durante la velada se han compartido alimentos y se ha compartido brindis y se han compartido remembranzas. Y hálitos de esperanza y bromas entre iguales y espitas de ausencias – de ausencias que rasgan el lagrimal de la única tristeza que hoy se admite-. En efecto es inevitable: en la témpera de la noche vislumbramos sillas vacías. Pero también capazos de recién nacidos. Unos vienen, otros van.

Es Nochebuena, sí, y por expresarlo con título emblemático -casi homérico- de obra de José María Pemán, nace para la Humanidad, para los ciudadanos de todas las localidades de la provincia de Cádiz, el signo y el viento de la hora familiar. De la hora que también es tempus fugit para rememorar otra vez -como un cangilón de la noria de nuestra propia autobiografía- el nacimiento del Niño Dios. La hora musa que se acuna en el pesebre de lo inmarchitable.

La gastronomía ha sido compartimento y compartición: vaso comunicante: salsa de reciprocidad: jugo de reencuentro: comunión -común unión-. Y pretexto para risas, confidencias, entrecruces de conversaciones. ¡Qué grandecitos están los niños¡ ¡Si es que crecen como la espuma! ¡Danielito cada vez se parece más a su abuelo paterno, que en paz descanse! Como un anuncio de esta anual asamblea hogareña celebrada en tiempo y forma por toda la parentela, una voz sin timbre parece anunciar tácitamente cuanto la evidencia también ratifica: ¡la cena ha terminado!

Esta quedada familiar (tan de ayer y tan de siempre), de puro emocional, jamás tuvo precio. Porque las razones del corazón no se cuantifican. Y menos aún en Navidad. ¡Con qué inconmensurable esmero han cocinado de nuevo estos anfitriones que son rama de un mismo tronco, de un mismo árbol genealógico!

Todo -a nosotros los comensales- nos supo a bocatti di Cardinale porque además admitimos que estos manjares tan domésticos y tan fraternos no germinaron sino del recetario del amor. De ahí su acervo de sabores con textura de estirpe. La enseñanza evangélica nos insta a compartir mesa y mantel con aquellas personas que son sangre de nuestra sangre. Ya lo cantó racialmente Camarón de la Isla, con su voz mesiánica de tronío y fascinación: “De los buenos manantiales se forman los buenos ríos: abuelos, padres y tíos”.

Ahora toca turno a la parte nunca contratante de la segunda parte. Y como una mudanza en bloque, abandonamos la zona noble del salón para instalarnos de sopetón en la más confortable: hagamos corro alrededor de la mesita de camilla -léase estufa antaño-. Nos recostamos sobre los cojines de sofás y butacones. El reloj paraliza su tic-tac. Acampa a sus anchas la distensión. Los churumbeles juegan a la postergación de la duermevela. Y los adultos ya tocan las palmas en el barrunto de un repertorio con soniquete de tiempos pasados.

Ya el rito da paso al rato. Al rato de la fiesta con dulzor color sepia. Pisamos con botas de siete leguas la modernidad del siglo XXI pero la escena se torna en blanco y negro. Arraigando la sed de tradición en la copita de anís – que es el olor a la Navidad antigua de nuestra niñez-. Y brota –como un calambrazo de lo imperecedero- las letrillas de los villancicos populares de la época de Maricastaña. Como un embrujo de lo consuetudinario. Como la plasmación de la ley filosófica del eterno retorno. Como la poética de las costumbres que se hacen leyes. Ya nadie recuerda ni media palabra del mensaje del Rey. Ahora la familia toma posiciones de la clásica zambomba…

La televisión, encendida por castigo, ejerce de fulgor catódico de fondo. Se mira de refilón pero ni mayores ni pequeños atienden cuanto en su pantalla (hoy) plana se emite. Permanece silenciada. Como si en retrospectiva se optara de nuevo por el lenguaje descriptivo del cine mudo. Es Nochebuena -lo certificamos a ciencia cierta- porque la televisión proyecta -por enésima vez- uno de los filmes más prodigiosos y bienaventurados de la historia del Cine: ‘¡Qué bello es vivir!’ dirigido por el gran Frank Capra. George Bailey -cuya interpretación borda James Stewart con voz de doblaje de Jesús Puente- es invitado de excepción -fijo, perenne- en los domicilios navideños de todos los españoles.

Ya la charla sobra y el cante adopta envergadura de discurso único. Aquí sólo se narra en una dirección: estando un marinerito Ramiré, envidia tienen las fuentes del color de su carita divina… Los pestiños bañan el paladar con la higiénica recordación de la receta de la bisabuela. ¿Quién de vosotros llegó a conocerla? Nuestra lengua está empapada en miel. Al fin el ángel de la guarda ha aparecido en la película. El nuestro, el de estos parientes que sonríen con comisura de lentisco, ha desplegado las alas del ensueño. Y, de repente, entre villancico y villancico, todos los miembros de la familia proyectan la mirada hacia el interior, hacia el fuero interno. Allí donde cada cual, en Nochebuena, seguirá siempre teniendo hambre de eternidad.